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Historias Frente a la Hogera Educación (Edicíon de Audio)

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Reciban todos un cordial saludo. Este podcast es realizado con un proyecto de los estudiantes de grado décimo de la Joraja de la Tarde, de la institución educativa Ana José Zamora de Duque, de Santander de Quilchao. Mi nombre es Francisco Zampos. Soy docente de tecnología y informática de la institución educativa Ana José Zamora de Duque. Historias Frente a la Hoguera es un proyecto para recuperar esa antigua tradición de las familias colombianas, de contar historias frente al fuego de un fogón, en épocas donde los medios de comunicación y las tecnologías no eran parte de la vida cotidiana de muchos. No hay una temática especial en el contenido de estos audios, solo historias contadas por parte de los estudiantes, esperamos que sean de su agrado. No habiendo dicho más, empecemos. Historias Frente a la Hoguera. Oscuramente, la cazuca al borde del camino, separada de la cuneta por un jardín no mayor que un pañuero, era simpática, ensellada con ventanas pintadas de azul ultramar rabioso y un celedizo de madera que decoraba pobellones de rubias espigas de maíz. En el jardín no dejaban cosa a Villagallinas y el gallo, escarbándose ellas con humilde solicitud y él con el arrogante desprecio. Pero así y todos los rosales lunarios se cubrían de fines rosas languidas. Las hortensias erguían sus copos celestes y un cerezo enorme, amanaderadamente puesto por la acuaria a la izquierda de la casa, daba fresca sombra. Aquella vista podía ser asunto del país abanico, y mejor si la animaba la presencia de la chiquilla alegre y rididora, en quien la día amanecía, los lozanos broten y florecidas primaveras. Huerfana, era Minga, pero no había notado la soledad ni el abandono, gracias a su hermano Martín, que le provijo mimidos de madraza y protección de padre. La niñez no siente nostalgia de lo pasado cuando el dulce lo presenta. Minga no recordaba el regazo maternal. Era Martín, soleada en repetirse los demás mozos de la aldea, y no siempre compreado esa intención. Con una mujer, él sabía mañanar el caldo y arremar el puente de la lumbre. Él lavaba, torcía y tendía la ropa. Él vendía en la feria manteca, la legumbre, los huevos. Él vestía y desnudaba a Minga mientras fue muy pequeña, y la tomaba en brazos y la asomaba a ropa. Le daba ropa y la desenredaba de la vedija de la ciudad de Oroa, luminosa y vaporosa como un limbo de santidad. También la llevaba de la mano a la iglesia, porque Martín era algo sacro y santillo. Ayudaba al señor cura y bajaba su aspiración, si no hubiese tenido a dedicarse a cuidarse a su hermana. Se le iba a cantar misa, a donar mucho los atardeceres, ponerle su virgen flore, colgarle y arrancarle de las perlas. La condición de Martín, su índole afeminada y pulcra. Se conocía en los limpios de la causa ensayada y reluciente. En la ocurrencia de rodarles del jardín, en lo primoroso centro de cañas, en el vestir de Minga, siempre hacía y hasta engalaba compañitos de seda de los días festivos. Y en cierta cortesía humilde que Martín mostraba a todos, a la gente de la aldea y al señorio, multiplicando las fórmulas oceptivas, los vayan con salud y los dios los acompañan. No hubo sombrerón de fieltro menos pegado a la cabeza que el Martín, ni rapaz más enemigo de parrandas y tunas, ni que aborreciese el cigarro y la perreta, ni que con tal premura de escabullese el atrío o lo rodeaba el presente que ia a marce. Una de palos rozándole o empujándose pasaban las mozas jaraneras y comprometedoras, que de todas partes las hay. Y Martín no apartaba los ojos del suelo, únicamente sonreían a las muchas cuando ellas mozas lo cogían por banda de Minga y le jartaban de rosquillonas, duras con guijarros o de sonchos fríos, o de caramelos pringosos, la cuerda de aquel cariño fraternal, casi paternal por la diferencia de edades, en lo que vibraba el Martín con vibraciones hondas, con latidos de corazón inmenso. Que rechifla se levantó la aldea al saberse como Martín había caído soldado, soldado aquella madrita, aquel medio de su, aquel que sabía coser y plancher y lavar por las hembras, aquel que ni gastaba navaja ni bisarma, ni una triste vara guijadora. No hubo quien no se riese, los viejos con bocas desdentadas, las mozas con bocas frescachonas de duros dientes, sin embargo produjo la reacción. Los pobres tienen prójimo las comadres de la aldea a las que habían enviado hijos del servicio del rey, son piadosas, y al ver Martín tan pasmado, tan alcaído, tan encogido del alma, las buenas comadres probaron a consolarla de su modo con palabras de resignación, que esperaban darle esperanza quimédrica, fantaseando intervenciones de santos milagrosos sin pizca de verosimilitud. Martín agachaba la cabeza, cruzaba las manos, miraba y mingaba y callaba. Él sabía que era forzoso ir, no sólo al cuartel, sino a algo más terrible que no se explicaba, que tenía para el mucho un misterio y más horror, le hizo que se viera en las ansias de la pesadilla, la guerra, la guerra, la guerra, lejos, lejísimos, más allá de los mareos. Pasamos una tarde por delante de la casucha y el señor cura que nos acompañaba señaló hacia la puerta cerrada, el jardín comido por las ortigas y zarzales, el balcón sin sus ristrasas de espigas, todo solitario y muerto, con esa muerte los objetos que indicaba la ausencia del espíritu, de la actividad humana vivificadora. ¡Ay! el señor nos cura consolada de la falta de Martín. ¿Dónde encontraría otro así para ayudar a la misa? Encender y despabilar velas, doblar y guardar las vestiduras, otra armadadita igual, mañoso, docil, bien hablado, bien mandalor, y pensar que sólo había llevado a pelear con los negros, ¡qué cosas, qué deshichas! Y la niña, la hermanita, pregunté recordando una cabeza con aureola de risas alborotadas y un ruido blanquecino, una risa infantil, unos labios de cereza y unos ojos celestes. La niña, repitió el cura, esa ya ni se acuerda del tal hermano, la recogió de la taberna, no sabe a la mujer del Zungras y como no tiene chiquillos, están con ella que no atinan donde la pongan. Hay criaturas así, que son hijas de la suerte, figurese lo que le esperaba la chiquilla, o meterse a servir. Y de qué sirve una criada de once años, o ir al hospicidio, o dedicarse a pedir limosna. Y por cuando la víspera de la marcha de Martín, al pobre rapaz le tienta Dios a entrar en la tabernácula del Zungras, para echar unos vasos y quitarse las melacolías, y le sacan vino y caña, y va la raza, yo qué sé. Y a los pocos cargos, como nunca lo captaba, se le sube la cabeza y rompe a llorar y a gritar y decir que le he dado el corazón, que no volvería y que Minga se moriría de necesidad. Y resulta que la tabernera, un corazón de mantequilla de Soria, también suelta el trapo, se le agarra el cuello y le ofrece cargar con Minga. El marido se oponía, pero la mujer le convenció de que allí se necesitaba una rapaza para fregar los vasos y barrer. Y quién friega y barre es la tabernera, y Minga está como la reina, mano sobre mano y bien regalada, y riéndose y cantando, es alegre como unas páscuas. Buen cascabel se prepara ahí, y se grima ver aquella cara tan satisfecha y al mismo tiempo la ropa de luto. Y al notar mi sorpresa, el cura prosiguió. ¿No lo sabía? Claro que sí. A distante se fuese un holgazán, un vicioso, un quimerista, un bocarrota. Aquí volvería sana y salvo, como ella morrociño, y doblada también las casullas. Duro en él. Fue una de esas cosas de pronto, sin chiste. Una emboscada, una trampa en que cayó el destacamento. Lo supe por carta que se recibió en Marineda, de un sargento que escapó con vida. Diez o doce murieron, y entre ellos Martín. No lo trajeron. Los periódicos sí fuese traer las menudencias. A Martín lo saltaron a la cara dos negrotes. Lo particular es que se asegurara que se defendió como una fiera. Estoy por no creerlo. Pobre madamita. Milagro si no se puso de rodillas a que lo perdonasen. El sargento parece de Sevilla. Pues no dice que Martín el vio el otro barrio, o uno de los mamvises, que era un animal atroz. Y no cuenta que casi podría con el segundo. Y si no fuese porque tropezó y resbaló, y el otro se le echó sobre el cuerpo, y con todo el peso lo acaba. Bah, bah. El asunto es que Martín, mujer se expresió, una mano girando con rapidez alrededor de la garganta, completaron la frase. Y aún ayer apliqué por la misa. Añadió el señor cura cuando ya había doblado el pínero. El molino. Desde lejos no lo veráis, porque lo tapa densa cortina de castaños y grupos de sastre y membreras, cuyo fino verdor gris armoniza con la pálida esmeralda del prado, pero acercados y os prende y cautiva la gracia del molino rústico. Delante la represa, festoneada de espadañas, poas, lirios morados y amarilla cicuta. La repuesa con su agua dormida, su fondo de limo, en que se crían ángulas gordas y corredoras ánanas. Luego las cuatro paredes blancas de la casuca, su rojo techo, su ruedo negro, gosca, que bota el agua con sordo resuello y fragor, en la puerta de pie con las abiertas palmas apoyadas en las macizas caderas. Iluminado el molino rostro por los garzos ojos y los labios de guiña, empolvado a los lúides. El revuelto, pelo rizoso, de baiz amariniña, la molinera, que mira hacia la vereda del soto, esperanzada de que no tardarán a asomar, por ello, chinto móvil. Para ir al molino jamás faltan pretextos, siempre un ferrado de millo, un saco de trigo, que moler con destino a la jornada de la semana, los de la aldea ya lo saben, chinto está dispuesto a desempeñar la comisión dando las gracias, encima, provisto de una aguija con pica a su caballejo y luego a divalo, para amarrarle los sacos al lomo. Descalzo en verano, calzada en invierno con gruesos, borselles de suelo de palo. Chinto emprende su caminata desde la parroquia de Centro a Salmonino de Carazas, por ver un rato a Mariniña y gozar con ella sabroso parrafeo, entre el rebolor de las finas nubes del molluelo y la música uniforme del rodillo, que titurará el grano innecesariamente. Porque si tenían sus pensares tan juntos y sus corazones tan allegados como la blanca muela y el rubio maíz, no disponían a casarse la Mariniña y él. 5. Nadie lo ignoraba en la parroquia. Chinto no había entrado aún en suerte, y su terror del cuartel y del uniforme era tal, que si le tocaba un mal número, había resuelto la arcacia de la América del Sur en el primer barco, que del puerto de Marianella salía, y aún por eso se burlaban y hacían chacotas, defendiendo si andarían el día de mañana la mujer y el molino. Mal cobradas las martillas, mal reprimidos los intentos de frotoso con la frescachona y rozagante molinera. El exterior de Chinto no puede negarse para prestar fundamento a esas suposiciones y augurios del porvenir. De estatura mediana, esberto, con una cabeza estortijada, semejante a la de los santos del retablo de la iglesia suela, romántica en que oyen misas de los carazas. Chinto parecía linda doncella, disfrazada con hábito de varón, su ojera suave, su acento humilde, sus modales tímidos y corteses. El trabajo del campo no había sido bastante para curtir su piel y revertirse de su camisa de estopa. Descubría un blanco cutis, raso y terzo, una dulceza enloquecida marinilla, porque conviene saber que la molinera aquella moza resuelta y en ejercitamente laboriosa. Una loba, como decían los comadres del ruberio, se entendercía, se badaba de gusto, saber que los molineras aquella moza resuelta y en ejercitante laboriosa. Una loba, como decían comadres del rueto, se entendercía, se badaba de gusto, se moría en fin de amor por el mozo delicado y aniñado. Hasta femininado podría decirse que todas las noches andaba y desandaba la vereda del molino. No es que marinilla le faltasen otros proporcionales, al contrario, mujer más rodada y preventiva no existían en tres lenguas. A la redonda, desde la orillama y los pertencillos de pesada de baña, las plateadas ondas de la risa, hasta los cerros de brito, donde empiezan a ejirse los rudos peñascos. En la complicidad del rodicio, en la familiaridad, en la máquina, en la aldea no hay casinos ni boloses, no sé que sean un zarado ni un raú, pero no os feis, los pasan en el corte entre paredes vestidas de sea, ocurre allí en el atrio de la iglesia a la salida de la misma mayor, en la desfolla, en el campo, de la romenia o en las noches del molino. Sobre todo en las noches del molino, un verano a la clara luz de la luna, en invierno a la dudosa claridad de la candileja de petróleo, conciertanse las voluntades y se teje la guirnalda, ampalosas y mananciales del crústico amor, la brisa, aglomeración del trabajo obliga a molestar la noche entera, y esperando un saco junto allí, rapaces y rapazas, cruzando coplas en chorada, vivo, diálogo, galante de finanzas y de dondes de satiras y picar de queave, arrisueña, pronte la chaza instantánea en reprimir a los obsequiadores desmandados y sueltos de mano en demacia, hacia y fuerte el trabajo animosa y no el profe ojeriza y tirría a chinto, murmurando con frases despertivas e irónicas, vaya un gusto raro ir a antojarse en aquel papi rubio de aquella maramita, a quien la vendían las suyas antes que el calzón, uno capaz de enfondarse de medio a la idea de decir el rey, uno que hasta no fumaba ni gastaba navajillas, ni echaba palabras, ni el día de la fiesta cataba el aguardiente, un papulito que nunca había arrimado un palo a nadie, ni sabía romper una cabeza a golpe de gizarna. La rabia de los desairados pesetitos contra el afortunado chinto les inspiró una idea diabólica, entraron en la conjura santégo de Andrea Mingos, el de Santrove, Carlos Antelo Raspocín, la trinca de Caa, Calaverones de Montera, que solía recorrer las aldeas en su ensón de parranda, y tuna pegando a trozos retenedores y arrimándose a la cecilla de las reparaygas, caseras para disparar coplas picantes. Sucedía esto allá por noviembre cuando la senda que guía el molino se empapaba en rocío gracial, y las caídas hojas de los castaños formaban un giro tápiz y los sendales de la niebla, envolviendo el paisaje en velo. Espejos dejaban entrever las siluetas descaradas de los árboles, parecían a espectros de luegos brazos. Sabedores de los conjurados de que yo no era un chico, de que chito parecía una dirección al molino a eso de la medianoche, envolviéndose en blancas sábanas, en casquetorance, en la cabeza hojas, en un par de agujeros cada uno, y entró, sendo escabos de vela de cebo, retorciendo a césped de paja, y se apostaron en la linde del cañal y a la hora en la luna se esconde y muchuelo saludaba a las nieblas con su queja lungumbre. Tardaba chinto en llegar, no se oía humor alguno. En el sendero sino a lo lejos el sollozo del molino, y el frío y la impaciencia producía onda y desanzón en los conspiradores. Al principio había reído y bromeado, celebrando la ocurrencia que era como ellos decían, una paja preciosa remendar una posesión de fantasmas de almas del otro mundo. El fúnebre acompañaba encender al cabo del seo y los haces de paja, y desfilar hacia antes del medroso. Chinto para reventar la risa, pero transcurría la vigilia. El rocío lento y el helado. Imprendaban los huesos y los cejos, y los lejos fanfarroneaban el catico del gallo. Y ni señales del chinto empezaban a dilevar sin cómo vendría a retirarse. A tiempo que allá de los oscuros del bosque salió un gemido, una queja sobrenatural. Otra queja más doliente, si cabe, respondía a la primera. Y los caballeros de los conspiradores se erizaron al divisar los blancos vultos que surgían entre los castaños y avanzaban lentamente con sepulcro al majestad. Lo más revangando, el saonó, echaron a correr mingos, el de centro B cayó asentado. Carlos Antelos se posó de rodillas y empezó a confesar y pedir perdón de sus culpas. Santiago de Andalucía, el que se había ido de la casa, Santiago de Andrea fue el único que quiso arremeter contra los aparecidos y lo hicieron sin una pedada exceptísima. Dándole en mitad de la frente, no le tumbe en el suelo medio muerteveras. Sabe de todo en las aldeas y a vueltas de mil supersintiosas invenciones y cuentos de trasnó. Y brujas se averiguó la verdad y se solazaron en el molino a despensa de los burladores, burlandores. Porque era la avisada y traviesa Marinina y el archito por ella previdió y ha lesionado quienes con el disfraz de fantasma y con buen fragmento de cuarzo de la carretera había dispersado la hueste y Santiguado al de Andrea y el más cerco de los rondanderos que a la molinera asociaba la rabia. El despecho y la vergüenza inspiraron al mozo una ansicia terrible de vengarse y de vengarse donde todos los dieses alafadas de la parroquia resolvieron. Después la primera noche que en el molino estuviese reunía gente bastante para servir testigos, desafiar al chinto y sentarse a la mano y a bofetear y cosas hasta desbaratarles. Lo cierto es que mientras Don Juan calentaba por sistema todas las mujeres con Estrella hablaban en serio sin permitirse la más mínima insinuación atrevida y que mientras Estrella rebobinaba el rato de todos los hombres veníanse las manos de Don Juan como la manza peloma confiado. Segura de no mancharse el plomo en blanco, las conversaciones de los primos podía oírlas al mundo entero. Después de unas horas de charla inofensiva de sí mismos tan tranquilos, tan venturosos y Estrella volaba a la cocina. A la despensa preparar con el miro algún plato de los que no se sabía que grababan a Don Juan. Saboreaba este más que las golosinas en el mino con el que se las presentaba y la frescura de su sangre y la anestesia de sus sentidos que le hacían bien. Como un refrigerante baño, el que caminó largo tiempo para abrazados arenales. Cuando Don Juan levantaba el vuelo yéndose a la grande ciudad en la que la vida es libre y locura. Estrella le escribía difusas cartas y el contestaba en pocos resplandores pero siempre. Al retirarse de su casa el amanecer aturbió por lo bacanal y vibrante a un nervio de violentas emociones de la profanacita. Al encerrarse para mascarar entre risa irónica la hiel de su desengaño, porque también Don Juan la cosecha, al prepararse el lance de honor templado a la voluntad para rozar impavido de muerte. Al reír, al baflemar, al derrochar su ansiedad y su salud, o al prédigo incensato de los mejores bienes que nos ofrece el cielo, Don Juan rezaba y apartaba, como se aparta el dinero para una ofrenda a Nuestra Señora. Diez minutos de dedicar a Estrella en su ambición de cariño, aquella casa de consagración de un ser tan delicado y no le presentaba el sorbo de agua que se debe en medio del combate y restituir al combatiente de las fuerzas para seguir lidiando. Traiciones, falicias, perdididas, vilezas de otras mujeres podían llevarse en paciencia, mientras en un rincón del mundo se le entraba el afecto leal de Nuestra Hija. A cada carta ingenua y encantadora recibía Don Juan. Soñaba el mismo sueño, seguía caminando difícilmente por entretenidas las muy densas, muy frías, casi palpables, que resgaban por intervalos de la luz sulfurosa del rey palago y el culebreo de racho, pero allá lejos, muy lejos, donde ya el cielo esclarecía un poco, divisaba a Don Juan blanca, figura velada, una mujer con los ojos bajos, sosteniendo en la diustra una lamparita encendida y protegiéndola con la izquierda. Aquella luz no se apagaba jamás. En efecto, corrían los años, Don Juan se precipitaba desempeñado por la pendiente de su delirio y las cartas continuaban irregularidamente, inerratables, de igual ternura, latente y serena. Era tan grata la de Don Juan y esas cartas que había determinado no volver a ver a su prima nunca. Temeroso en contra de la desmejorada y cambiada por el tiempo y no de tener un nuevo, una ilusión basante para sostener una correspondencia. A todas costas, deseaba eternizar su ensueño, ver siempre aquella estrella con rostro de Santita Virgen de 20 años. Las hipóstalas de Don Juan, la verdad, expresaban vivo deseo de hacer su prima una visita, de renovar la charla sabrosa, pero como dice Don Juan, realizar ese propósito, hay que crecer, por el error realizado, que la que ganaba no debía de apretarle mucho. Eran pasados dos lustros, cuando Díaz recibió Don Juan en el ancho pliego acostumbrado, escrito por cuatro carillas y cruzado después de una esquilita sin azúcar, grave y reservado en festivo, y en que hasta la letra carecía de un abandono que imprimiré en la infunción del espíritu guiando la mano y haciéndola acariciar, por decirlo así, el papel, o mujer, o agua corriente, o llama fugaz. Estrella pedía perdón a Don Juan, que ni si sorprende, ni enojarse, y le confesaba que iba a casarse muy pronto. Le había preguntado un novio a Freddy Deoca, un caballero excelente, rico, honrado, que el padre le estrellaba sus atenciones sin cuento.

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