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Miedo de noche (cuento de terror para niños de 6to Grado)

Miedo de noche (cuento de terror para niños de 6to Grado)

Paulina

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Es un cuento de terror para niños de 6° grado. Escrito por la argentina Ana María Shua, 2006(adaptación)

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Leandro has a fear of being alone at night and sees things when his parents leave. He reads a scary story about a man trapped in a different dimension and becomes afraid of all the doors in his house. He opens the fridge and finds himself in a cold, snowy desert. He manages to escape back to the kitchen but is left with muddy feet. His parents find him asleep on the couch and wonder what happened. Leandro is hesitant to open the fridge again, but eventually realizes it was just a nightmare. Miedo de noche. Leandro tenía mucho miedo de quedarse solo de casa, pero nunca lo hubiera confesado. A los diez años se sentía demasiado grande para pedirle a sus padres que no salieran. Lo cierto es que cuando se iban, todo a su alrededor se volvía amanecedor. Le parecía ver cosas por el rovillo del ojo, si daba vuelta la cabeza para mirarlas de frente. Las cosas desaparecían. Quedarse en su cuarto, sobre todo, le resultaba intolerable. Taparse la cabeza con la façada era todavía peor. Los monstruos que se imaginaba podrían encontrarlo así, sin que él pudiera verlos llegar. En la cama de al lado dormía Guille, su hermano menor. Tenía ocho años y ningún miedo, porque se quedaba con él. Era el único momento de su vida en que Leandro no estaba contento de ser el más grande, y le hubiera gustado tener un hermano mayor. El chiquito se dormía con un sueño profundo y tranquilo. Lo curioso es que al mismo tiempo a Leandro le encantaba leer cuentos de terror. Era lo único que lo tranquilizaba y lo hacía olvidarse un rato de lo que tenía a su alrededor. Un día estaba leyendo un cuento en que le gustaba y que, al mismo tiempo, le daba mucha impresión. Se trataba de un hombre que había entrado a una cabaña perdida en medio del bosque. Pasaba la noche allí y a la mañana descubría que había dos puertas para salir. Pero no podía acordarse por cuál de las dos había entrado. Al abrir una puerta al azar, se encontraba de pronto en otra dimensión. Un desierto inmenso y horrible. Se extendían hasta el infinito. De aquí y allá había unos cactus que se movían lentamente y parecía tener ojo. Una extraña atracción lo impulsaba hacia la nada. Con un sobrehumano esfuerzo de la voluntad, el hombre conseguía resistir. Y así, casi sin darse cuenta, se encontraba de vuelta dentro de la cabaña. Pero una vez más, no sabía cuál de las dos puertas daba al bosque y cuál daba al horror. Tenía tanto miedo que se quedaba encerrado para siempre. Leandro levantó la cabeza de la revista y miró a su alrededor. Más de una vez había corrido a la cortina del baño, de un tirón, asustado, pensando que podía ver un palabra recostado en la bañera. Listo para levantarse en cuanto él lo mirara, pero nunca se le había ocurrido que todas las puertas podían ser peligrosas. Ahora lo sabía. Su casa estaba llena de puertas. La de la cocina, la del baño, la del cuarto, la del cuarto de sus padres. Cualquiera de ellas podía conducir a un lugar desconocido y terrible. Por suerte, casi todas estaban abiertas. Solo la puerta de la cocina estaba cerrada. Y ahora tenía sed, mucha sed. ¿Se atrevería a abrirla? Dudó un momento con la mano sobre el picaporte, avergonzado de sí mismo. Finalmente abrió de un empujón. Baldosas, azulejos, mesadas, microondas, licuadora, alacena, cocina, heladera, todo bien. Entonces abrió la heladera para sacar una gaseosa, y se encontró de golpe en un desierto blanco y frío, infinito. Como en una pesadilla, todo parecía tener varios significados. Extrañas formas de hielo se movían hacia él, primero lentamente, y después cada vez más rápido. Si hubiera tenido que descubrirlas, le habría costado encontrar las palabras, porque no se parecían a nada que conociera. Lo peor era la sensación de múltiples miradas que se clavaban en él, porque esos seres no tenían ojos. Miró hacia atrás. La puerta de la heladera había quedado en sus espaldas. Sin darse cuenta, estaba alejándose de ella, viviéndose fuera de su mundo. Sus piernas se movían haciéndose caminar hacia adelante como las de una marioneta, manejada por los hilos del tiritiretero. Tenía que cortar esos hilos invisibles con la fuerza de su voluntad. Se sentía cansado, muy cansado, con una decisión brutal, que le costó buena parte de su energía. Se dio vuelta y trató de correr para cruzar la puerta de la heladera y volver a la cocina. Pero las piernas se hundían en la nieve hasta los muslos, y debajo de la nieve el suelo, en el lugar de estar rígido y congelado, parecía estar hecho de un barro frío, poroso, que se adhería a sus pantuflas. Leandro estaba vestido con un pijama de verano, y el frío era tan aterrador que ni siquiera lo hacía tritirar. Empezaba a adornecerse. Avanzó lentamente a cada paso que tenía que arrancar el pie de ese barro que no alcanzaba a ver y que luchaba por tragárselo. Por suerte, la heladera no se había cerrado. De algún modo llegó hasta allí. De algún modo logró aferrarse al borde de la puerta y saltar al otro lado. Mientras el barro helado devoraba sus pantuflas con un horrible sonido de absorción. —¡Leandro! ¡Leandro! —la voz de su madre lo despertó. —Te quedaste dormido leyendo en el sillón del living. Era maravilloso, casi increíble volver a ver a sus padres. —¿Qué te pasó? —preguntó su papá. —¿Tuviste un mal sueño? —Pero mira cómo tienes los pies embarrados. —¿Saliste al jardín en pantuflas? —preguntó la mamá. Durante mucho tiempo, Leandro se negó a abrir la puerta de la heladera con la excusa de que daba corriente. Su papá revisó con cuidado la instalación eléctrica, pero todo parecía estar en orden. Además, ninguna otra persona de la casa sintió esa misteriosa descarga a la que él hablaba, que también se mostraba muy cautelosa en todas las puertas en general. Con el tiempo, empezó a comportarse más normalmente. Había muchas explicaciones para lo que había pasado. Una simple pesadilla, por ejemplo, que lo había hecho caminar en sueños por el jardín. Eso sí, las pantuflas no aparecieron nunca más, pero hay tantas maneras de que se pierdan unas pantuflas o no. Que es un cuento de Ana María Suá, Miedo de Noche, del año 2006.

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