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The narrator reflects on their life, recounting how their physical appearance was emphasized by their father, while their mother emphasized their inner qualities. They were married off to a man named Bastián, whom they describe as an abusive alcoholic. After losing a child, their suffering intensified, leading them to take a fatal overdose of pills. They reflect on the irony of the forensic doctor being surprised to find a heart in their body, as if their existence only mattered for their physical attributes. Cuando todo terminó y pude observar detenidamente desde fuera y con otra perspectiva mi cuerpo yacente sobre aquella camilla, y como ese médico forenses tenía mi corazón sobre sus manos, asombrado y curioso de que mi cuerpo pudiese albergar en su interior tan órgano preciado, fue ahí, justo en ese instante en el que fui consciente de que probablemente sufrí más dolor y sufrimiento durante toda mi corta vida que justo en el instante que mi órgano decidió pararse. Mi nombre era Elina y tenía 20 años cuando todo terminó en aquella calle de París de 1923. Elina fue el nombre que mi madre escogió para mí. Significa inteligencia. Ella intentaba recalcar mis cualidades interiores, probablemente quería que la vida para mí fuese distinta a lo que le tocó vivir a ella. Mi padre, en cambio, solo hacía resaltar mis cualidades físicas, el pelo tan largo y bonito que tenía, mis ojos verdes o mi cuerpo esbelto. Paseábamos muchas veces por nuestro barrio y cuando se detenía saludar a alguno de sus amigos le mostraba como cual trofeo. En mi familia, a las mujeres, se les había otorgado un físico distinguido, pues parecía que estábamos creadas por el mismísimo Apolo, el dios de la belleza, las artes y la luz. Esa misma distinción, envidiada por el resto, fue nuestro calvario desde el origen para nuestra familia, ya que por mucho que nuestras madres intentasen curtirnos de valores, la sociedad era la que marcaba nuestro destino. A todas las mujeres de nuestra familia se les entregaba con orgullo a hombres apuestos, con dinero y de una categoría social distinguida. Además, se nos recalcaba la suerte que teníamos de haber sido beneficiadas por ese físico que nos hacía poder contra el matrimonio con hombres de poder. Mi suerte socialmente y mi condena personal se llamaba Bastián. Mis padres me entregaron a él con dieciocho años. Bastián, a sus ojos, era el marido perfecto, apuesto, con una categoría laboral distinguida, de buena familia. A mis ojos era un borracho con mano larga, que me hacía vivir cada segundo de nuestro matrimonio como un infierno. A mí, que me encantaba leer, quemó mis libros un día de tantos, porque decía que me apartaban de la realidad de la vida, cuando justo era lo que yo buscaba, huir de ella. Todo se complicó aún más cuando perdí al hijo que esperábamos. Las palizas e insultos aumentaron considerablemente, y es en una de ellas cuando decidí tomarme aquel bote entero de pastillas que el doctor me había entregado para calmar mi dolor por la pérdida. Pero mi dolor era mucho más intenso que aquellos calamos uterinos. Era un dolor vacío, como si mi existencia no importase más que por mi pelo, mis ojos verdes o mi cuerpo esbelto. Es por eso que aquel médico forense seguramente observase mi corazón extrañado, pero ya era tarde para gritarle que sí, que yo también tenía corazón.