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En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no había mucho tiempo que vivía un hidalgo de lanza en Astigero, a darga antigua por sin flaco hidalgo corredor. Don Alonso Quijano, que así se llamaba, tenía unos cincuenta años. Era alto, delgado y vivía con su sobrina, su ama y un criado. Sus dos mejores amigos eran el maestro Nicolás y el cura del lugar. Su pasión eran los libros de aventuras y de tanto leer, el pobre hidalgo acabó por perder el juicio, dando con la idea de hacerse el mismo caballero andante e irse por el mundo en busca de aventuras. Así, lo primero que hizo fue limpiar unas armas viejas que guardaba y enciar su escualido caballo, el que puso el nombre de Rocinante.