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El conde Sisebuto

El conde Sisebuto

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The story is about a castle owned by Count Sisebuto and his wife Leonor. The castle is visited by a young man named Lizardo who is soaked from the rain. He is welcomed by the Count's daughter, Pepa, and they express their love for each other. They decide to run away together but are interrupted by the Count. In a fit of rage, the Count kills Lizardo and Pepa goes mad. The Count also loses his sanity. After that, nothing is heard from the Count, his wife, or their family members. The story ends with a description of the dark and eerie castle. El conde Sisebuto, de Joaquín Abatí Díaz. A cuatro leguas de Pinto y a treinta de Marmolejo existe un castillo viejo que edificó Chindasvinto. Perteneció a un gran señor, algo feudal y algo bruto. Se llamaba Sisebuto, y su esposa Leonor. Conegunda su hermana, y su madre Berenguela, y una prima de su abuela atendía por Mariana, y su cuñado Vitelio, y Cleopatra su tía, y su nieta Rosalía y el hijo mayor Rogelio. Era una noche de invierno, noche cruda y tenebrosa, noche sombría, espantosa, noche atroz, noche de infierno, noche fría, noche helada, noche triste, noche oscura, noche llena de amargura, noche infausta, noche airada. En un gótico salón dormitaba Sisebuto, y un lebrel seco y enjuto roncaba en el portalón. Con quejido lastimero, el viento fuera silbaba, e imponente se escuchaba el ruido del aguacero. Cabalgando en un corcel de color verde botella, raudo como una centella, llega al castillo un doncel. Empapada trae la ropa, por efectos de las aguas, como no lleva paraguas, viene el pobre hecho una sopa. Salta al foso, llega al muro, la poterna está cerrada. —¡Me ha dado mico, mi amada! —exclama—. ¡Vaya un apuro! De pronto, algo que resbala, siente sobre su cabeza. Extiende el brazo y tropieza con la cuerda de una escala. —¡Ah! —dice con fiero acento—. ¡Ah! —vuelve a decir gozoso—. ¡Ah! —dice venturoso—. ¡Ah! —otra vez y así hasta ciento—. ¡Trepa, que trepa, que trepa! ¡Sube, que sube, que sube! Y en brazos cae de un querube la hija del conde, la Pepa. El lujoso camarín introduce a su adorado, y al notar que está mojado, le seca bien con serrín. —Lizardo, mi bien, mi anhelo, único ser que yo adoro, el de los cabellos de oro, el de la nariz de cielo. ¿Qué sientes? —dí, dueño mío—. ¿No sientes nada a mi lado? ¿Qué sientes, Lizardo amado? Y él responde—. Siento frío. —¡Frío! —has dicho—. ¡Eso me espanta! ¡Frío! —has dicho—. ¡Eso me inquieta! No llevarás camiseta, ¿verdad? Pues toma esa manta. Ahora hablemos del cariño que nuestras almas dislocan. Yo te amo como una loca. Yo te adoro como un niño. Mi pasión raya en locura. Si no me quieres, me mato. La mía es un marrebato. Si me olvidas, me hago cura. —¡Cura tú, por Dios bendito! No repitas esas frases, que jamás de los jamases, pues estaría bonito. —Hija soy yo, decís seduto, desde mi más tierna infancia, y aunque es mucha mi arrogancia, y aunque es un padre muy bruto, y aunque temo sus furores, y aunque sea lo que me expongo, huyamos, vamos al Congo, a ocultar nuestros amores. Bien dicho, bien has hablado. Huyamos aunque se enojen, y si algún día nos cogen, que nos quiten lo bailado. En esto un ronco ladrido retumba potente y fiero. —¿Oyes? —dice el caballero. —Es el perro, que me ha olido. Se abre una puerta excusada, y cual terrible huracán, entra un hombre, luego un can, luego nadie, luego nada. —¡Hija infame, ruge el conde! ¿Qué haces con este señor? ¿Dónde has dejado mi honor? ¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde? Y tú, cobarde villano, antipático, repara cómo te señalo tu cara con los dedos de mi mano. Después, sacando un puñal, de un solo golpe certero, le enterró el cortante acero junto a la espina dorsal. El joven, naturalmente, se murió como un conejo. Ella frunció el entrecejo y enloqueció de repente. También quedó el conde loco de resultas del espanto, y el perro no llegó a tanto, pero le faltó muy poco. Desde aquel día de horror, nada se volvió a saber del conde, de su mujer, la llamada de honor, de Cunegunda su hermana, de su madre Berenguela, de la prima de su abuela que fundía por Mariana, de su cuñado Vitellio, de Cleopatra su tía, de su nieta Rosalía ni de su chico Rogelio. Y aquí caba la leyenda verídica, interesante, romántica, fulminante, estremecedora, horrenda, de aquel castillo viejo, entenegrece el recinto a cuatro leguas de pinto y a treinta de marmolejo.

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