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La inteligencia emocional

La inteligencia emocional

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The chapter discusses the concept of emotional intelligence and its importance in managing emotions effectively. The author shares a personal experience of a bus driver who was able to transform the mood of the passengers through his positive attitude. The chapter also highlights various incidents of emotional breakdowns in society, such as violence and aggression, and emphasizes the need for emotional competence. The book aims to provide guidance in understanding and managing emotions in a better way. LA INTELIGENCIA EMOCIONAL de Daniel Goleman CAPÍTULO 1 EL DESAFÍO DE ARISTÓTELES Cualquiera puede ponerse furioso. Eso es fácil. Pero estar furioso con la persona correcta, en la intensidad correcta, en el momento correcto, por el motivo correcto y de la forma correcta, eso no es fácil. Aristóteles Ética a Nicómaco Era una tarde de agosto insoportablemente húmeda en la ciudad de Nueva York. El tipo de tarde húmeda que hace que la gente esté de mal humor. Yo regresaba al hotel y al subir al autobús que me llevaba a Madison Avenue, me sorprendió oír que el conductor, un negro de mediana edad, me saludaba con un cordial. ¡Hola! ¿Cómo le va? Saludo que ofrecía a todo el que subía mientras el autobús se deslizaba entre el denso tránsito del centro de la ciudad. Todos los pasajeros estaban tan sorprendidos como yo, y atrapados en el clima taciturno favorecido por el día, pocos respondieron al saludo. Pero mientras el autobús avanzaba lentamente calle arriba, se produjo una transformación lenta, casi mágica. El conductor ofreció a los pasajeros un ágil monólogo, un animado comentario sobre los escenarios que se sucedían ante nosotros. Había una liquidación increíble en esas tiendas, una exposición maravillosa en ese museo. ¿Alguien había oído hablar de la nueva película que acababan de poner en el cine de la otra manzana? El deleite que sentía ante las variadas posibilidades que brindaba la ciudad resultó contagioso. Cuando los pasajeros bajaban del autobús, lo hacían despojados del caparazón de mal humor con que habían subido, y cuando el conductor gritaba un, hasta pronto, que tenga un buen día, cada uno respondía con una sonrisa. El recuerdo de ese encuentro me acompañó durante casi veinte años. En la época en que viajé en ese autobús a Madison Avenue, acababa de obtener el doctorado en Psicología, y en aquellos tiempos la psicología prestaba poca atención a la forma en que podía producirse semejante transformación. La ciencia psicológica sabía poco y nada de los mecanismos de la emoción. Sin embargo, al imaginar el virus de buenos sentimientos que seguramente se había propagado por toda la ciudad, empezando por los pasajeros del autobús, comprendí que el conductor era una especie de pacificador urbano, formidable por su capacidad para transformar la osca irritabilidad que acumulaban sus pasajeros, para suavizar y abrir sus corazones. En contraste, estos son algunos temas del periódico de esa semana. En una escuela local, un niño de nueve años se dedica a arrojar pintura sobre los pupitres, las computadoras y las impresoras, y a destrozar un coche del aparcamiento de la escuela. El motivo, algunos compañeros del tercer curso le llamaron bebé, y quiso impresionarlos. Ocho jovencitos resultan heridos cuando un choque involuntario con un grupo de adolescentes que se arremolina en la entrada de un club de rap de Manhattan, da lugar a una serie de encontronazos que terminan cuando uno de los agredidos dispara una pistola automática calibre .38 sobre el grupo. El informe señala que esos disparos, ante desaires aparentemente insignificantes, que son percibidos como falta de respeto, se han vuelto cada vez más comunes en todo el país en los últimos años. Según un informe, el 57% de los asesinos de menores de 12 años son sus padres o padrastros. En casi la mitad de los casos, los padres dicen que estaban sencillamente tratando de disciplinar al niño. Las palizas fatales fueron propinadas por infracciones, como tapar el televisor, llorar o ensuciar los pañales. Un joven alemán es procesado por el asesinato de cinco mujeres y niñas turcas en un incendio que provocó mientras aquellas dormían. Forma parte de un grupo neonazi, habla de su imposibilidad de conservar los trabajos, de la bebida, culpa de su mala suerte a los extranjeros. En voz apenas audible, alega, no puedo dejar de lamentar lo que he hecho, y estoy infinitamente avergonzado. En los noticieros de todos los días abundan informes de este tipo sobre la desintegración de la cortesía y la seguridad, un ataque violento del impulso ruin que todo lo destruye. Pero las noticias sólo reflejan en una escala más amplia la sensación de que existen cada vez más emociones fuera de control en nuestra propia vida y en la de quienes nos rodean. Nadie queda apartado de esta errática corriente de arrebato y arrepentimiento. Impregna la vida de todos, de una u otra forma. En la última década hemos visto una constante sucesión de informes de este tipo, que reflejan un aumento de la ineptitud emocional, la desesperación y la imprudencia en nuestras familias, nuestras comunidades y nuestra vida colectiva. Estos años han sido la crónica de una creciente rabia y desesperación, ya sea en la quieta soledad de los niños encerrados con el televisor por la babysitter, o en el dolor de los niños abandonados, descuidados o maltratados, o en la espantosa intimidad de la violencia marital. Una extendida enfermedad emocional se expresa en el aumento de los casos de depresión en el mundo entero y en los recordatorios de una creciente corriente de agresividad. Adolescentes que van a la escuela con armas, accidentes en autopistas que acaban con disparos, ex empleados descontentos que asesinan a sus antiguos compañeros de trabajo, maltrato emocional, disparos indiscriminados y estrés postraumático son expresiones que han pasado a formar parte del léxico común en la última década, mientras la frase en boga ha pasado de la alegre que le vaya bien a la irritabilidad de déjeme en paz. Este libro es una guía para dar un sentido al absurdo. En mi condición de psicólogo y de periodista de The New York Times durante la última década, he estado siguiendo el avance de nuestra comprensión científica del reino de lo irracional. Desde esa posición me he visto sorprendido por dos tendencias opuestas. Una que retrata la creciente calamidad de nuestra vida emocional compartida, y otra que ofrece algunos remedios útiles.

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