The main idea of this information is that Guatemala is currently facing a crisis due to the illegitimate interference of the Public Ministry in the electoral process. There is a debate about whether blocking a road is a legitimate protest, but it is important to understand what is at stake. The democracy of Guatemala, which aims to organize power in a way that respects the majority without oppressing the minority, is being threatened. Historically, Guatemala has had a lack of democracy, with a few powerful individuals dictating the rules. However, progress has been made towards a democratic state with a balance of power. The recent Constitution of 1985 formalized the end of military dictatorships and affirmed equal rights for all citizens. But the true power lies in the will of the people, which is to be implemented by elected and appointed officials. Unfortunately, some officials have neglected their responsibilities and favored the few at the expense of the majority, disregarding established rule of law.
¿Qué es lo que está en juego y por qué importa? Soy Félix Alvarado y esta es mi columna, sin excusas, en Plaza Pública, el 18 de octubre de 2023.
Algunos fácilmente pierden de vista lo importante. Mientras el país entra en la octava semana de crisis por la interferencia ilícita del Ministerio Público en el proceso electoral, cuestionan si cerrar el paso en carretera es una protesta legítima.
No es accidental. El pacto de impunidad incluye personas dedicadas a desviar la conversación política. Pero hay ciudadanos que sinceramente se preguntan si está bien bloquear una carretera. Escribo para ellos, pues es indispensable entender lo que está en juego.
Lo que hoy debate Guatemala es la continuidad de la democracia como la mejor forma aceptable para dirimir diferencias sociales. Defendemos la creencia de que el voto mayoritario es preferible para decidir sobre el poder en la sociedad sin caer en violencia.
Decir «el poder en la sociedad» es explicar cómo unos mandan y otros obedecen, por qué y para qué. Guatemala, como Estado democrático, pretende organizar ese poder para que mande la mayoría sin atropellar a la minoría, sujeta a reglas justas establecidas con antelación. Esto se concreta en los derechos políticos de la ciudadanía. Asegurarlo es responsabilidad de los funcionarios electos y no electos.
Del dicho al hecho hay un gran trecho. Históricamente hemos sido poco democráticos: mandaron los pocos —dictadores, caudillos y patronos abusivos en fincas—, atropellando a los muchos, y sin reglas. Algunos se acostumbraron a un Estado que les sirve exclusivamente. Pero paulatinamente, con sacrificio, hemos configurado un marco legal, institucional, pero sobre todo sociocultural, que quiere ser democrático, un Estado como equilibrio de poderes. Aunque algunos tengan más poder y recursos, el Estado compensa la falta de recursos y modera el poder.
El más reciente mojón en ese camino es la Constitución de 1985. Ella formalizó el fin de las dictaduras militares y afirmó sin ambigüedad que todas y todos —mujeres y hombres, indígenas y ladinos, pobres y ricos, débiles y poderosos— por igual somos ciudadanos y gozamos de iguales derechos. Pero el derecho no está en el documento, sino en la voluntad de la gente.
Al funcionario —electo como Alejandro Giammattei o los diputados, o designado como Consuelo Porras y los jueces y magistrados— toca concretar para personas, circunstancias y lugares específicos esa voluntad mayoritaria, mientras garantiza el respeto a las minorías; y todo sujeto a reglas justas establecidas previamente.
Pero aquí todo se ha ido al infierno. Ante una voluntad mayoritaria que negó la razón a los poderosos beneficiarios de un Estado injusto, algunos funcionarios, serviles ante el poder, abdicaron de su responsabilidad y dispusieron beneficiar a los pocos, dañar a la mayoría e ignorar las normas preexistentes.
La gobernabilidad democrática depende de un gobierno que no sólo quiere bien y sabe trabajar (Giammattei fracasó espectacularmente en ambos aspectos), sino que además no está bajo asedio, pero sí es vigilado por la sociedad. Mientras dure su ocupación en el MP, Porras amenaza ambos rasgos: persiguiendo a Semilla no dejará expresar la voluntad política del gobierno entrante ni lo dejará trabajar. Peor aún, al perseguir periodistas, asegura que el gobierno —el actual pero también el entrante— no pueda ser vigilado independientemente. No solo daña el interés de la mayoría, ¡incluso afecta el interés de quienes se oponen a Semilla! Así Porras encarna la frontera de choque entre ciudadanía mayoritaria y funcionariado injusto.
Eso no aclara si obstruir una carretera es legítimo pero explica cómo decidirlo, que es donde unos confunden y otros se pierden. Primero, porque el contexto histórico de las protestas es de severa y persistente exclusión: indígenas, campesinos y pobres (generalmente la misma gente) han quedado sin canales de expresión política, de escucha funcionaria y respuesta institucional. Eso exige gritar, figurada y hasta literalmente, que es lo que hace la protesta.
Segundo, como he dicho: la democracia hace la voluntad de la mayoría, respeta a la minoría y se sujeta a reglas previas. La ley nomás documenta esas condiciones. Cuando el funcionario incumple su responsabilidad (como una fiscalía y unas cortes que ignoran y malogran las normas y un presidente y unos diputados que abdican de la representación), la voluntad mayoritaria legítima es lo que expresan las personas juntas y por cuenta propia. Hoy se cumplen ambas condiciones: los funcionarios desprecian el voto mayoritario y desoyen a la gente. Y la gente se expresa por la vía que queda.
Finalmente están quienes pintan el problema como asunto económico. El bloqueo detiene el comercio y eso, alegan, daña su bolsillo. Priorizar el costo de la protesta ignora un costo mucho mayor: la falta de democracia que desencadenan y perpetúan Porras, Giammattei y las cortes mafiosas. Como muestran Nicaragua, Venezuela, Hungría y hasta los EE. UU., la democracia es un constructo social frágil, que debemos reinventar cada día. Es más fácil romperla que construirla. La pérdida de ingresos —tanto del empleado como del empleador— que causa una obstrucción es nada comparado con la certeza de arruinar la democracia imperfecta pero progresiva, tan costosa de construir en Guatemala. La amenaza no es la gente en la calle pidiendo democracia sin dejar transitar a los camiones repartidores de gaseosas o a los clasemedieros que van a la oficina. Es que haya gente que no entiende que se están jugando su democracia.
A partir de denegar la voluntad mayoritaria de las urnas se denegará la voluntad mayoritaria siempre, se faltará el respeto a las minorías siempre y se ignorarán las reglas justas establecidas con antelación, siempre. Esto es lo que representa Consuelo Porras. Es por eso que ella y sus adláteres y socios golpistas deben salir perentoriamente del gobierno. El valor preciado que se juega en las calles de Guatemala estos días es el futuro de la democracia. Bien merece algunas pérdidas.