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ლელელელელელელელელელელელელელელელელელელელელელელელელელელელელელელელელელელელელე� ლელელელელელელელელელელელელელელელელელელელელელელელელელელელელელელელელელელელელ� Y desde esos cristos tan bonitos que tenemos en toda nuestra España interior, ¿no? En concreto, hoy vamos a leer una leyenda de uno de esos cristos. Un cristo, que es el cristo de la Vega, que está a las afueras de Toledo. Que, pues en una leyenda de nuestro querido escritor Zorrilla, de Valladolid, pues tiene un protagonismo muy especial. Y nuestros alumnos de segundo de bachillerato, V, pues van a, muy amablemente, no nos ha quedado otra, pues van a leer un poquito, entre todos, esta leyenda de Zorrilla, del cristo de la Vega. Pues nada, sí, venga Nery, empieza, empezamos. Entre pardos no barrones, pasando la blanca luna, con resplandor fugitivo, la baja tierra no alumbra. La brisa con frescas alas, juguetona no murmura, y las veletas no giran entre la cruz y la cúpula. Tal vez un pálido rayo, la opaca atmósfera cruza, y unas en otras las sombras, confundidas, se dibujan. Las armenas de las torres un momento se columbran, como lanzas de soldados apostados en la altura. Reverberan los cristales y la trémula llama turbia, y un instante entre las rocas triela la fuente oculta. Los ánamos de la Vega parecen en la espesura, en fantasmas apiñados, medrosa y gigante turba, y alguna vez desprendida, gotea pesada lluvia, que no despierta a quien duerme, ni a quien medita importuna. Yace Toledo en el sueño, entre las sombras confusas, y el tajo a sus pies pasando, con pardas ondas lo arrulla. El monótono murmullo, sonar perdido se escucha, cual si por las ondas calles hirviera al mar la espuma. Qué dulce es dormir en calma, cuando a lo lejos susurran los álamos que se mecen, las aguas que se derrumban. Se sueñan bellos fantasmas, que el sueño del triste endulzan, y el tanto que sueña el triste, no le aqueja su amargura. Tan en calma y tan sombría, como la noche que enluta, la esquina en que se desemboca, una callejuela oculta. Se ve un hombre que aguarda la vigilante figura, y tan a la sombra vela, que entre las sombras se ofusca. Frente por frente a sus ojos, un balcón a poca altura, deja escapar por los vidrios, la luz que dentro le alumbra. Más ni el claro aposento, ni en la callejuela oscura, el silencio de la noche, rumor sospechoso turba. Pasó así tan largo tiempo, que pudiera verse duda de si es hombre, o solamente mentido ilusión nocturna. Pero es hombre, y bien se ve, porque con planta segura ganado, el centro a la calle, resuelto y audaz, pregunta. ¿Quién va?, y a corta distancia, el igual compás se escucha, y un caballo se sacude las sonoras cerraduras. ¿Quién va?, repite, y cerca otra voz, menos robusta, responde. Un hidalgo calle, y el paso del bulto apresura. Vengas el hidalgo, el hombre replica, y la espada empuña. Ved más bien si me haréis calle, repitieron con mesura. Que hasta hoy a nadie se otuvo, iban de Vargas y Acuña. Pase la acuña y perdone, dijo el mozo en faz de fuga. Pues teniéndose el bozo, sopla un silbato y se oculta. Paró el jinete una puerta, y con precaución difusa, salió una niña al balcón, que llama interior a alumbra. Mi padre, clamo en voz baja, y el viejo en la encerradura. Metió la llave pidiendo a sus gentes que le acudan. Un negro por ambas bridas tomó la caballadura. Cerróse detrás la puerta, y quedó la calle muda. En esto desde el balcón, como quien tal acostumbra, un mancebo por las rejas de la calle se asegura. Así el brazo al que ha apostado hizo cara a Iván de Acuña, y huyeron, en el embozo, pelando la catadura. Clara, apacible y serena, pasa la siguiente tarde, y el sol tocando su ocaso apaga su luz gigante. Se ve la imperial Toledo dorada por los remates, como una ciudad de grana coronada de cristales. El tajo por entre rocas sus anchos cimientos lame, dibujando en las arenas las ondas con las que bate. Y la ciudad se retrata en las ondas desiguales, como prenda de que el río tan afanoso la dañe. A la lejos de la vega tiende Galán por sus márgenes, de sus álamos y huertos, el pintoresco ropaje. Y porque su altiva gala masa los ojos al ague, la salpica con escombros de castillos y de alcazares. Un recuerdo es cada piedra que toda una historia vale, cada colina un secreto de príncipes o galanes. Aquí se bañó la hermosa por quien dejó un rey culpable, amor, fama, reino y vida en manos de musulmanes. Allí recibió Galeana a su receroso amante, en esa cuesta que entonces era un plantel de azares. Allá por aquella torre que hicieron puerta a los árabes, subió el cis sobre Babiaca con su gente y su estandarte. Más lejos se ve el castillo de San Servando de Cervantes, donde nada se hizo nunca y nada al presente se hace. A este lado está la almena por donde sacó el vigilante, el conde Don Peranzules, al rey, que supo una tarde fingir tan tenaz modorra, que político y constante, tuvo siempre el brazo quedo, las palmas a la hora a darle. Allí está el circo romano, gran cifra de un pueblo grande, y aquí la antigua basilisca de bizantinos pilares, que oyó en el primer concilio las palabras de los padres que velaron por la iglesia, perseguido vacilante. La sombra en este momento tiende sus turbios sendales por todas esas memorias de las pasadas edades. Y del cambrón y bisagra los caminos desiguales, camino a los toledanos, hacia las murallas abren. Los labradores se acercan al fuego de sus hogares, cargados con sus aperos, cansados de sus afanes. Los ricos y sedentarios se tornan con paso grave, calado el ancho sombrero, abrochados los gabanes, y los clérigos y monjes, y los prelados y abades, sacudiendo el leve polvo de capelos y sellales. Quedase sólo un mancebo de impetuosos ademanes, que se pasea ocultando entre la capa el semblante. Los que pasan le contemplan con decisión de evitarle, y él contempla a los que pasan como si alguien aguardase. Los tímidos aceleran los pasos al divisarle, cual temiendo de seguro que les proponga un combate. Y los valientes le miran cual si sintieran dejarle sin que libre sus estoques, en riña sonora dancen. Una mujer también sola se viene el llanto adelante, la luz del rostro escondida en tocas y tafetanes. Mas en lo leve del paso y en lo flexible del tallo puede, a través de los velos, una hermosa adivinarse. Va hacia derecha al que aguarda, y él al encuentro le sale, diciendo, cuánto se dicen en las pizas los amantes. Mas ella, calanterías dejándose ver aparte, hacia el mancebo interrumpe, en voz decisiva y grave. Abreviemos de razones, Diego Martínez. Mi padre, que un hombre ha entrado en su ausencia, dentro de mi aposento sabe. Y así que quien mancha mi honra con la suya me la lave, o dadme mano de esposo, o libre de voz dejadme. Miró la Diego Martínez atentamente un instante, y echando a un lado el embozo repuso palabras tales. Dentro de un mes, Inés mía, parto a la guerra de Flandes. Al año estaré de vuelta y contigo en los altares. Honra que yo te desluzca, con honra mía se lave. Que por honra vuelven honra, y de algo es que en honra nacen. Júralo, exclamó la niña. Más que mi palabra vale, no te valdrá un juramento. Diego, la palabra es aire. Vive Dios que estás tenaz, dalo por jurado y baste. No me basta, que olvidar puedes la palabra en Flandes. Voto a Dios, ¿qué más pretendes? Que a los pies de aquella imagen lo jures como cristiano del Santo Cristo delante. Vaciló un poco Martínez. Más, por fiando que jurase, llegó la Inés hacia el templo que en medio de la vega yace. Enclavado en un madero, en duro y postrero trance, ceñida a la sien de espinas, decolorido el semblante, velasca y un crucifijo teñido de negra sangre. A quien Toledo, devota, acude hoy en sus azares. Ante sus plantas divinas, llegaron ambos amantes. Y haciendo Inés que Martínez los sagrados pies tocase, preguntóle, Diego, ¿juras a tu vuelta de esposarme? Contestó el mozo, sí, juro. Y ambos del templo se salen. Pasó un día y otro día, un mes y otro mes pasó. Y un año pasado había, más de Flandes no volvía. Diego que a Flandes partió, lloraba la vega en él. Su vuelta, aguardando en vano, oraba un mes y otro mes. Del crucifijo a los pies. Dos postres ganan su mano. Toda la tarde venía, después de transpuesto a los dos. Y a Dios llegando pedía la vuelta del español. Y el español no volvía. Y siempre a la nochecez, sin dueño y sin escudero, en un mangro mujer, el campo salía a ver. El alto del miradero. Hay del triste que consume su existencia en esperar. Hay del triste que presume que el duelo con él se abrume. Que la ausencia ha de pesar. La esperanza es de los cielos, preciosos con esto don. Pues los amantes desvelos cambian la esperanza en celos, que abrazan el corazón. Si es cierto lo que se espera, es un consuelo en verdad. Pero si en una quimera entra un frágil realidad. Quien espera, desespera. Así en él desesperaba, sin acabar de esperar. Y su fe se embachitaba, y su llanto se secaba, para volver a brotar. En vano su confesor, pidió remedio o consejo, para aliviar su dolor, que más se cura el amor, con las palabras de un viejo. En vano a Iván acudía, llorosa y desconsolada. El padre no respondía, que la lengua le tenía, su propia deshonrada taza. Y ambos mariden su estrella, callando el padre y su héroe, y respirando la bella, porque nació mujer ella. Y el viejo nació antanero. Dos años al fin pasaron, en esperar y gemir, y las guerras acabaron, y los de Flandes tornaron a sus tierras a vivir. Pasó un día y otro día, un mes y otro mes pasó, y el tercer año corría, llegó a Flandes y partió. Más de Flandes no volvía. Era una tarde serena, solera el sol de occidente, bajo la veganera, y apoyada en un alma, al menos. Miraba y veía la corriente. Iban las tranquilas olas, las reveras azotando, bajo las murallas solas. Musgo, estigas y amapolas, ligeramente doblando. Algún olmo que escondido crecía entre la hierba blanda, sobre las aguas tendido, se reflejaba perdido, en su cristalina banda. Y algún ingenio colgado, entre su fresca espesura, daba el aire embalsamado, su cántico regalado. Desde la entramada oscura, y algún pez con cien colores, tornasolada en la escama, saltaba a besar las flores, que exhalaron gratos olores, a las puntas de una rama. Y allí en el trémulo fondo, y el toreón se dibuja, como el contorno redondo, del hueco sombrío y hondo, que habita nocturna bruja. Así la niña lloraba, el rigor de su fortuna, y así la tarde pasaba, y el grisante atrapaba, la consoladora luna. A lo lejos, por el llanto, en confuso remolino, vio de un estopel lejano, que en pardo polvo liviano, deja en envuelto el camino, bajó inés del toreón, y llegando recelosa, a las puertas del cambrón, sintió la actitud zozobrosa, más bien quieto el corazón. Tan galán como altanero, dejó ver la escalada luz, por bajo del arco pelmero, un hidalgo caballero, en un caballo andaluz, jugón negro acuchillado, banda azul lazo en la hombrera, y sin pluma, en nuestro lado, el sombrero derribado, tocando con la gorrera. Bombacho gris guarmecido, bota delante espuela de oro, hierro al cinto suspendido, y una cadena prendido, agudo cuchillo moro. Vienen tras ese jinete, sobre potros, jerezanos, de lanceros hasta siete, y en la garra y coselete, diez peones castellanos. Así hace a su estribo inés, gritando, digo, eres tú, y el viéndola de través, dijo, voto a Belcebú, que no me acuerdo quién es. Dio la triste un alarido, tal respuesta al escuchar, y a poco perdió el sentido, sin que más voz, ni gemido, volviera a entreraxalar, frunciendo ambas a dos cejas, y convenidola a su frente, diciendo, malditas viejas, que a las mozas, malamente, enloquecen con concejas. Y aplicando al capitán a su potro las escuelas, en el rostro a Toledo dan, y a Troya, las oscuras callejuelas. Así por sus altos fines dispone y permite el cielo que pueda mudar al hombre fortuna, poder y tiempo. Aflantes partió Martínez, de soldado aventurero, y, por su suerte y hazañas, allí capitán le hicieron. Según alzaban honores, alzaba sin pensamientos, y tanto ayudó en la guerra, con su valor y altos hechos, que el mismo rey a su vuelta le armó un Madrid caballero, tomándole a su servicio por capitán de lanceros. Y otro no fue que Martínez, quien a poco entró en Toledo, tan orgulloso y ufano, cual salió humilde y pequeño. Ni es otro a quien se dirige, cobrado el conocimiento, la amorosa Inés de Vargas, que vive por él muriendo. Más él que, olvidando todo, olvidó su nombre mismo, puesto que Diego Martínez es el capitán don Diego. Ni se ablanda a sus caricias, ni se cura de sus lamentos, diciendo que son locuras de gente de poco sesgo. Que ni él prometió casarse, ni pensó jamás en ello. Tanto mudan a los hombres fortuna, poder y tiempo. En vano pofiaba Inés, con amenazas y ruegos. Cuanto más ella importuna, está Martínez severo. Abrazada a sus rodillas, embarañado el cabello, la hermosa niña lloraba, prosternada por el suelo. Mas todo empeño es inútil, porque el capitán don Diego no ha de ser Diego Martínez, como lo era en otro tiempo. Y así amaba a su gente, de amor y vida ajeno. Mandoles que a Inés llevaran de grado abadimiento. Mas ella, antes que las hieran, cesando un punto en su duelo. Así habló el rostro lloroso, hacia Martínez volviendo. Contigo se fue mi honra, conmigo tu juramento. Pues buenas prendas son ambas, en buen fiel las pesaremos. Y la paz descolorida, en la mantilla volviendo, a pasos desalentados, salió ese de la posento. Era entonces de Toledo, por rey gobernador, el justiciero y valiente don Pedro Ruiz de Alarcón. Muchos años por su patria, el buen viejo peleó, cerceando tiene un brazo más entero que el corazón. La mesa tiene delante, los jueces en de alrededor, los corchetes a la puerta y en la derecha el bastón. Está como presidente del tribunal superior, entre un dosel y una alfombra, reclinado en un sillón, escuchando con paciencia la casi asomática voz que con tétrico escribano solfea una operación. Los asistentes bostezan al murmullador. Los jueces medio dormidos hacen pliegues al ropón. Los escribanos repasan sus pergaminos al sol. Los corchetes a una moza guiñan en un corredor y abajo en Zocober gritan en discorde son los que del mercado venden lo vendido y el valor. Una mujer en tal punto, en faz de afición, rojos de llorar los ojos, ronca de gemir la voz. Suelta el cabello y el manto, tomó plaza en el salón, diciendo a gritos, justicia jueces, justicia señor. Y a los pies se arroja humilde de Don Pedro de Albarcón. Y en tanto que los curiosos se agitan al de alrededor, azola Cortés Don Pedro calmado la confusión y el tumultuoso murmullo que esta escena ocasionó, diciendo, mujer, ¿qué quieres? Quiero justicia, señor. ¿De qué? De una prenda hurtada. ¿Qué prenda? Mi corazón. ¿Tú le diste? Le presté. ¿Y no te la han devuelto? No. ¿Tienes testigos? Ninguno. ¿Y promesa? Sí, por Dios. Que al partirse de Toledo, un juramento empeñó. ¿Quién es él? Diego Martínez. Noble y capitán, señor. Presentando al capitán, que cumplirá si juro, quedó en silencio la sala. Y al poco en el corredor, sello de botas y espuelas, el acompasado son. Un portero levantado en el tapiz en alta voz dijo, el capitán don Diego. Y entró luego en el salón Diego Martínez, con los ojos llenos de orgullo y furor. ¿Sois el capitán don Diego? Dijole don Pedro Bos. Contestó altivo y sereno, Diego Martínez, soy yo. ¿Conocéis a esa muchacha? A tres años salvo error. ¿Hicisteis el juramento de ser su marido? No. ¿Juráis no haberlo jurado? Sí, juro. Pues id con Dios. ¡Miente! Clamó Inés llorando de despecho y de rubor. Mujer, piensa lo que dices. Diego, que miente, juró. ¿Tienes testigos? Ninguno. Capitán, idos con Dios, y dispensad que acusado dudará de vuestro honor. Tornó Martínez la espalda, con brusca satisfacción, e Inés, que le vio partirse, resulta y firme gritó. ¡Llamadle! ¡Tengo un testigo! ¡Llamadle! ¡Otra vez, señor! Volvió el capitán don Diego, sentóse ruida al arcón, la multitud aquéctase y en la de Vargas siguió. Tengo un testigo, a quien nunca faltó verdad ni razón. ¿Quién? Un hombre, que de lejos nuestras palabras oyó, mirándonos desde arriba. ¿Estaba en algún balcón? No, que estaba en un suplicio donde el tiempo que expiró. ¿Luego es muerto? No, que vive. Está es loca. Vive Dios. ¿Quién fue? El Cristo de la Vega, a cuya faz perjuró. Pusieron en pie los jueces al nombre del Redentor, escuchando con asombro tan excesa pregnación. Trinó un profundo silencio, de sorpresa y de pavor, y Diego bajo los ojos dio vergüenza y confusión. Un instante con los jueces, don Pedro en secreto habló, y levantóse diciendo con respetuosa voz. La ley es ley para todos, tu testigo es el mejor, mas para tales testigos no hay más tribunal que Dios. Haremos lo que sepamos, escribamos. Al caer el sol, al Cristo que está en la Vega, tomaréis declaración. Es una tarde serena, cuya luz torna asolada del purpurino horizonte y blandamente se derrama. Pacio de aroma dan las flores, sus ojos plegando exhalan, y el céfilo entre perfumes mece las trémulas alas. Brillan abajo en el valle, con suave rumor las aguas, y las aves en la orilla despidiendo el día cantan, allá por el miradero, por el cambrón y bisagra. Confuso tropel de gente del Tajo a la Vega baja. Vienen delante don Pedro de Alarcón, Iván de Vargas, su hija Inés, los escribanos, los corchetes y las guardias, y detrás monjes hidalgos, mozas, chicos y canalla. Otra turba de curiosos en la Vega les aguarda, cada cual comentariando el caso según le cuadra. Entre ellos está Martínez, en apostura bizarra, calzadas espuelas de oro, balona de encaje blanca, bigote a la borgoñesa, merena desmelenada, el sombrero guarnecido con cuatro lazos de plata, un pie delante del otro y el puño en la espada. Los plebellos de reojo le miran de entre las capas, los chicos el uniforme y las mozas a la cara. Llegado el gobernador y gente que la acompaña, entraron todos al claustro que iglesia y patio separa. Encendieron ante el Cristo cuatro esidios y una lámpara, y de enojos en momento le rezaron en voz baja. Está el Cristo de la Vega, la cruz en tierra posada, los pies alzados del suelo, poco menos de una vara. Hacia la severa imagen un notario se adelanta, de modo que con el rostro al pecho santo llegaba. A un lado tiene a Martínez, a otro lado a Inés de Vargas, detrás el gobernador con sus jueces y sus guardias. Después de leer dos veces la acusación entablada, el notario a Jesucristo así demandó en voz alta. Jesús, Hijo de María, ante nos esta mañana citado como testigo por boca de Inés de Vargas, ¿juráis que es cierto que un día a vuestras divinas plantas juró a Inés Diego Martínez por su mujer desposarla? Ha sido a un brazo desnudo, una mano atarazada, vino a posar en los autos la seca y hendida palma, y allá en los aires. Sí, juro, clamó una voz más que humana. Alzó la turba medrosa a la vista a la imagen santa, con los labios tenla abiertos y una mano desclavada. Las vanidades del mundo renunció allí mismo Inés, y espantado de sí propio, Diego Martínez también. Los escribanos, temblando, dieron de esta escena fe, firmando como testigos cuantos hubieron poder. Fundóse un aniversario y una capilla con él, y don Pedro de Alcolcón el altar ordenó hacer, donde hasta el tiempo que corre, y en cada año una vez, con la mano desclavada, el crucifijo se ve. Bueno, pues aquí está, la leyenda del Cristo de la Vega, muy conocida, ese Cristo que se desenclava la mano para jurar, por la mujer deshonrada. Pues nada, muchísimas gracias chicos por hacer este intento, bueno, este intento yo te logro de leer, porque no lo habíamos ensayado, la verdad que claro, demasiado, que ha sido un aquí te pillo, aquí te mato, pero bueno, nos ha quedado bien, y sobre todo, hemos hecho el servicio de que la gente conozca esta leyenda tan bonita de Zorrilla. Nada, gracias Nerea, Irene, Alejandra, gracias Rodrigo, Héctor, Gonzalo, y bueno, pues que la gente también estos días, no solo descanse, sino que reflexione un poquito, y se quite del ruido, que nos acompaña siempre en la sociedad. Muchísimas gracias, y felices vacaciones para todos. Subtítulos realizados por la comunidad de Amara.org