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Un cuento del Rabdomante sobre los chicos de la calle, de Buenos Aires pero vale para casi cualquier lugar del mundo.
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Un cuento del Rabdomante sobre los chicos de la calle, de Buenos Aires pero vale para casi cualquier lugar del mundo.
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Un cuento del Rabdomante sobre los chicos de la calle, de Buenos Aires pero vale para casi cualquier lugar del mundo.
The transcript is about "Pastillitas Literarias del Rabdomante," a podcast that focuses on Latin American culture. The host explains that "Rabdomante" refers to a person who used to search for water for clients. The story then moves on to discuss the plight of street children, particularly Marcelo, who lived in a train station and faced hardships. Eventually, he ends up in a charitable institution called Mama, but his journey is not easy. The story ends with the narrator reflecting on the harsh realities of living without support and the importance of empathy and action. Buenos días, buenas tardes y buenas noches, cuando sea que escuches este podcast, bienvenidos y bienvenidas a Pastillitas Literarias del Rabdomante, un espacio donde la cultura latinoamericana es respetada y recordada y recogida con pequeñas pastillitas literarias, pequeños fragmentos que tienen un mensaje o una forma de recordar de donde venimos y lo que nos importa, un nuevo capítulo. Bueno, bienvenidas y bienvenidos a otro cuento del Rabdomante. Alguna gente me preguntaba qué es el Rabdomante porque no había quedado un poco claro. Rabdomante era o es esa persona que antiguamente buscaba agua, como una especie de chamán, buscaba agua para algún cliente que necesitaba para riego, para armar un aljibe o un pozo de agua. Entonces él o ella con una horquilla en forma de griega, de una rama o lo que fuera, iba marcando en el suelo, según sus conocimientos científicos y místicos, dónde tenía que cavar la persona para encontrar agua. Claro, a veces salía bien porque encontraba de casualidad y a veces no. Cuando salía bien, ese día comía, ese día dormía caliente, ese día tenía un día bueno. Cuando no, tenía que salir corriendo del pueblo porque lo acusaban de estafador, de mentiroso y de varias cosas más. Así somos todos un poco, buscándonos la vida, buscando agua con una horquilla en diversos lugares durante todo nuestro recorrido vital y a veces encontramos agua y a veces no. Entonces un poco es identificarnos con esa historia del Rabdomante. Hoy el cuento va de los niños de la calle. Esos niños olvidados, esos cachorros de nadie que a veces nos podemos cruzar en la estación de Madrid, de Málaga, de Buenos Aires. Tiene algunos lugares el cuento bastante de Buenos Aires, pero para mis oyentes y amigos españoles puede ser cualquier nombre, como si habláramos de Macondo, una ciudad inexistente. Lo importante es el mensaje de la vivencia de esos niños de la calle o esos chicos de la calle o esos chicos olvidados que necesitan más de lo que le damos como sociedad. Pues vamos ahí, el cuento dice así. Se llama Crecer en un vagón. Marcelo vivía en la estación Once del ferrocarril. Dormía en los vagones o en algún rincón de la gigantesca terminal. Ningún guardia, ni ferroviario, ni policial lo molestaba y junto a sus compinchas de correrías formaban una verdadera bandada como de pajaritos. A los ocho años no conocía otro abrazo que el del invierno. Cuando, acurrucado en un rincón de un coche en desuso, tenía que defender su lugar de eventuales intrusos. Al comenzar el movimiento matinal los chicos se desparramaban. Unos iban a las entradas a abrir las puertas de los taxis a cambio de una moneda, otros correteaban vendiendo golosinas, tiritas, bolis o pañuelitos o simplemente mendigando, sin descartar algún pequeño hurto. Nunca una mesa servida, nunca un beso de madre en esas caritas sucias. Lo conocí un mediodía. Los vendedores ambulantes de los alrededores le encomendaban el almuerzo y Marcelo venía a comprarlo a la pequeña casa de comidas de mi propiedad. Con las monedas que le dejaban se compraba algo para él. Astuto y molestísimo. Hablaba permanentemente con una voz chillona y la gente lo dejaba pasar para sacárselo de encima. Compraba bien y defendía el dinero de sus clientes. Como bastaba para unos cuantos, yo le aguantaba algunas insolencias. Moreno, lindo, mostraba el desparpajo del que no tiene nada que perder. Un día que no había otros clientes me contó que su madre, sola y llena de hijos, lo dejó con la abuela y que ésta le pegaba, por lo que sencillamente se escapó de la casa. Un juez chungo de esos lo atrapaba cada tanto y lo entregaba nuevamente a su familia. A la semana siguiente aparecía otra vez en once. En la calle, en los vagones, abriendo puertas, era difícil enjaular a Marcelo. Desapareció durante un año. Una mañana llegó como si hubiera faltado desde el día anterior. Charlatán y dicharachero. Gracioso. Desde la estación central se había colado en el tren de larga distancia y apareció en una provincia lejana, a más de mil kilómetros de casa. Ni bien se acostó en un banco de la plaza, la policía de la provincia lo levantó de las pestañas y lo llevó a la presencia de un cura que lo dejó en manos de dos monjas, que lo desnudaron totalmente y lo metieron en una bañera con agua tibia y jabón. Lo rasquetearon por turnos durante casi una hora. Está seco y aún desvestido, apareció una madre superiora que mojó su dedo mayor y lo frotó contra el cuello del muchacho. Fue la única caricia femenina que conoció Marcelo durante su niñez. Hace choricitos, sentenció y de cabeza a la bañera otra vez. Vas a estudiar porque si no tenés que trabajar, aquí nadie es el vago, le dio a optar el sacerdote. En menos del año las monjitas le enseñaron las primeras letras y algunos números. Sorpresivamente llegó a la provincia una secretaria del juez Chungo, que se lo trajo a Buenos Aires otra vez y lo entregó a su abuela otra vez. A los tres días Marcelo estaba otra vez en once. Un día llegó más sucio que de costumbre, parecía algo que trajo el gato, maltratado, orinado de arriba abajo. El olor a pis invadió el pequeño local. La noche antes se negó a aspirar de una bolsita con pegamento que armaron los chicos del vagón. A los dos no le gustó y esa noche mientras dormía despertó bajo una lluvia tibia. Costó de vestirlo delante de mi hija, tan enágica en lavarlo como las religiosas de la provincia. Una vecina nos habló de una institución benéfica, se llamaba Mama, y allí los chicos incluidos en una familia, cuyo papá era Juan, crecían rodeados de cariño y trabajo. Los más chicos estudiaban en la escuela del barrio y los más grandecitos trabajaban en la panadería de la entidad, donde aprendían los oficios y ganaban dinero necesario para sostener la casa. Nos encontramos en la estación central para viajar en el tren al ayuntamiento de Villa Ballester. Vino a regañadientes, pero al acercarnos a una casa grande, tipo chalé, rodeada de espacio verde, en el que un grupo de chicos jugaba en la acera, abrió los ojos. Si quieren, se pueden ir, nos dijo. Efectivamente, nos dijo Juan, aquí nadie los obliga. Solo les creamos un ambiente del que no quieren irse. Pero no pudo ser. Si no había autorización escrita del padre o de la madre, este podía aparecer un día y exigir dinero a cambio de no presentar una denuncia por secuestro del menor. Ya había sucedido más de una vez. Volvimos al once con el alma vacía. Ninguno de los dos tan conversadores abrió la boca. Jamás logré que trabaje. Le ponía a pelar patatas y a los pocos minutos recordaba que tenía algo urgente que hacer. Y se iba. A medida que creció, sus desapariciones se hicieron más frecuentes. Cada tanto lo levantaba la autoridad o lo metían en algún instituto de menores, esas escuelas de delincuencia con que la sociedad y el Estado redimen sus crímenes. Nunca faltaba más de dos meses. Retornaba con su inconmovible buen humor y contaba jocosamente cómo se había escapado. Yo conversaba mucho con él. Convencido de no cargarlo con reconvenciones, solo lo advertía contra la droga, contra el robo y contra el chivatazo. Qué pesado, ¿no? Apareció cuatro años más tarde. Dijo que la bicicleta se le había prestado un caudillo político de algún lado para el cual trabajaba y que no podía pasar por el once sin venir a verme. Me pidió cinco pesos prestados. Un año después, estaba esperando mi llegada a las siete de la mañana. Allá nos echaron a todos los arreglados y enchufados del ayuntamiento. Antes que llegue el nuevo alcalde, se me van todos, dijo el puntero. Nos dio unos pesos y a la calle. Y yo vine a pagarte aquí los cinco euros. Pesos, mangos, como quieras decirlo. Pasó el efecto tequila del 97, la crisis asiática del 98, el derrumbe de la convertibilidad del 2001, el corralito y otra vez el ajuste. Mis hijos lograron irse del país y yo armé un puesto ilegal de choripanes entre las ruinas de la estación de once. Nunca falta un cartonero o un camello para comer. Una mañana, se me acercó por atrás y me hizo pegar un susto tremendo. Nunca me llevé bien con los uniformes. El pelo negro o algunos hilos de plata bajo la gorra. Era empleado de la vigilancia privada de los antiguos predios del ferrocarril. Después de los besos y los abrazos, nos quedamos mirando a los miles de chicos hambrientos y desarrapados que hurgaban entre los cubos de basura. Jamás los he hecho, me dijo. Todavía quedan vagones, pero ahora están las oficinas y los balcones abandonados, dijo melancólico. Son más flacos que nosotros cuando éramos chicos. Joder, se me manchó el papel. No sé si es una gota de chimichurri o una lágrima que se me acaba de caer de tristeza. Héctor Giménez. Enero del año 2000. Es muy crudo vivir sin nadie, no tener red de apoyo. Y es muy crudo estar sentenciado solamente por ser pobre. Les dejo esta reflexión. Pensemos cómo nos pasaría a nosotros si viviéramos una situación así. Y qué seríamos capaces de modificar. Les dejo un beso, un abrazo cariñoso y espero que les haya gustado. Hasta la próxima.