El reclamo de «un futuro sin Cacif» creció en visibilidad con la protesta social contra la persecución judicial injustificada del Movimiento Semilla. Refleja la percepción que muchos tenemos de que el gremio patronal es más que un simple actor en la crisis guatemalteca.
Como buena pieza comunicativa esa expresión es breve, semánticamente densa y, por eso, imprecisa. «Yo soy el camino, la verdad y la vida» no manda marchar sobre Jesús, «Hasta la victoria siempre» desdibuja los fracasos de la izquierda latinoamericana, y «Guatemala no se detiene» tampoco admite el inmovilismo nacional. Pero tales lemas enfocan la atención.
El «futuro sin Cacif» cobra aún más relevancia tras publicarse Acción para la democracia, una declaración de acuerdos e intenciones sobre 5 puntos, facilitada por el Presidente electo Arévalo y suscrita por las organizaciones indígenas que han liderado la protesta contra Consuelo Porras, y por una variedad de cámaras empresariales, algunas adscritas al Cacif aunque actuaron independientemente.
El Cacif —por aparte— hizo su propio comunicado. Coincide en mucho con aquel, pero no rechaza la criminalización y persecución arbitraria de los actores electorales: apenas «agradece» a los ciudadanos su voluntariado. Quizá no sea irónico que la negociación se completara el 31 de octubre, Día de las Brujas, y se publicara el Día de Todos los Santos. Y que la publicación del Cacif saliera el 2 de noviembre, Día de los Difuntos.
Más seriamente, la desalineación entre élites empresariales, tradicionalmente disciplinadas, es tan significativa como la decisión de las organizaciones indígenas de reclamar por la democracia en un Estado que nunca las atiende. Ambas cosas, afirman algunos, señalan que la sociedad guatemalteca está cambiando.
Sin embargo, el que todo cambia ya lo cantó inmejorablemente Mercedes Sosa. La clave está en definir para dónde cambia. Solo así tiene sentido decir un futuro sin Cacif. No porque la superpatronal se autoexcluyera de la negociación, menos aún porque otros quisieran expulsarla, sino porque pierde valor su versión de participación corporativista en los asuntos del Estado.
Valga un repaso, porque he escrito antes sobre este tema. El Cacif y las élites que representa han sido secularmente el actor político más poderoso en Guatemala. Por eso tenemos un Estado que preponderantemente sirve sus intereses en la extracción y concentración de riqueza. Y, por lo mismo, dicha élite no puede excusarse de los resultados —algunos buenos y muchos malos— de ese Estado. Durante 152 años han sabido hacer ajustes que mantienen su ventaja, aún cuando cambien las formas de organizar el poder y recoger la riqueza.
Ahora enfrentamos una inflexión: falló la tutela elitista del sistema político, configurada desde 1986, por razones coyunturales (gente particularmente ruin en gobierno), mundiales (tropieza el orden liberal global) y sociodemográficas (creció la clase media urbana, especialmente su componente indígena).
En 2 siglos de historia independiente no es la primera vez que el poder elitista debe ajustarse a cambios económicos y buscar nuevos socios. Pero desde 1871 siempre reprodujo un mismo trato extractivo con dos rasgos: la exclusión de los indígenas y la instrumentalización de la clase media ladina.
Hoy el reto del Cacif es establecer otra vez dicho trato, porque los indígenas se han sentado a la mesa del Estado como actores y porque la clase media ladina y crecientemente indígena ya no actúa como caja de resonancia confiable. Y eso posibilita cristalizar un gobierno que tampoco se deje tutelar como en el pasado.
Es eso lo que cuestiona el futuro del Cacif, porque hasta aquí su propósito ha sido concretar eficazmente la tutela corporativista del Estado. No es asunto de personas: hasta el demócrata será antidemocrático si lidera una entidad con tal mandato.
Lo subraya el error de Ben Sywulka, cuando sugiere que los líderes indígenas debieran adoptar la forma del Cacif para incidir en el gobierno. No solo por la evidente eficacia que ya tienen las formas ancestrales de convocatoria y manifestación, que produjeron el diálogo que devino en el acuerdo firmado, sino particularmente porque la historia democrática tira en la dirección opuesta: necesitamos superar el corporativismo con que la élite ha acaparado el poder del Estado.
Si los cambios globales y sociodemográficos nos tratan con generosidad y logramos sobrevivir los retos coyunturales, podríamos movernos hacia una economía más inclusiva y una democracia más amplia. En tal contexto no tocaría pedir un futuro sin Cacif. Mucho menos pensar que la élite empresarial no pueda, quiera y tenga derecho de organizarse. Más bien sería que el Cacif —como ente corporativista que tutela al poder del Estado para fines estrechos— no tendría futuro.