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Gobierno mediante denuncia

Gobierno mediante denuncia

Felix AlvaradoFelix Alvarado

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En su lucha por superar la inconveniencia de tener que sujetarse a la ley, el pacto de impunidad en Guatemala dio la semana pasada un giro fundamental de Estado. Más allá del autoritarismo convencional, constituyó una peculiar y perversa manera de conducir el poder público: el gobierno mediante denuncia. Mientras el autoritarismo convencional acumula poder en el Ejecutivo, en desmedro del Legislativo, aquí el poder migró a otra parte. Ilustración: Vamos ganando (2023)

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The transcription discusses how authoritarian leaders neutralize the legislature to exert control. They do this by manipulating lawmakers through various means such as buying their loyalty or threatening opposition. By controlling the legislature, dictators can pass laws they want and block initiatives they reject. The transcription also mentions how some leaders establish advisory bodies that mimic a congress but are not obligated to follow its decisions. Furthermore, it discusses a recent shift in power in Guatemala, where instead of accumulating power in the executive branch, power has shifted to other entities. This shift was triggered by the Ministry of Interior's refusal to violently remove protesters, leading the Attorney General to seek the removal of the ministry's official, who ultimately resigned. This incident highlights how the president can be influenced by the threat of prosecution by the Attorney General, effectively allowing them to change ministers at will. Gobierno mediante denuncias Soy Félix Alvarado y esta es mi columna sin excusas en Plaza Pública del 25 de octubre de 2023. Los gobernantes autoritarios siempre procuran neutralizar al Legislativo para mandar a su antojo. Esto generalmente no significa deshacerse del Congreso. Estrada Cabrera, por ejemplo, siempre debió enfrentar al Legislativo. Y lo mismo pasó con Ubico. Globalmente es igual. Bukele, Ortega, Orbán y Maduro, todos incluyen en sus cálculos políticos al Legislativo. Por ello, para salir bien librados, los dictadores y líderes autoritarios se empeñan en controlar a los legisladores. Ya sea con una mayoría fiel, comprando voluntades o amenazando a los opositores, consiguen que se aprueben las leyes que quieren y que se estorben las iniciativas que rechazan. Algunos se curan en salud. Tras expulsar a sus compañeros de la junta militar golpista y apropiarse del poder omnímodo en 1983, Efraín Ríos Montt estableció un Consejo de Estado como cuerpo asesor. Parecía Congreso, pero no lo era: el dictador aparentaba consensos, pero no estaba obligado a hacer caso. En todo caso, a partir de neutralizar al Legislativo, un Ejecutivo arbitrario opera mediante decreto: emite proclamas que prácticamente son leyes, nomás dictadas casuísticamente y desde la perspectiva del mandamás. Y que en cualquier momento pueden cambiarse. El problema con los decretos es que siempre suponen leyes generales que los enmarcan. Aunque el dictador mande, debe aparentar congruencia jurídica y eso lo incomoda y coarta sus intenciones autoritarias. En su lucha por superar esa inconveniencia, el pacto de impunidad en Guatemala dio la semana pasada un giro fundamental de Estado. Más allá del autoritarismo convencional, constituyó una peculiar y perversa manera de conducir el poder público: el gobierno mediante denuncia. Mientras el autoritarismo convencional acumula poder en el Ejecutivo, en desmedro del Legislativo, aquí el poder migró a otra parte. El detonante fue la negativa del Ministro de Gobernación a desalojar violentamente a quienes manifestaban contra Consuelo Porras en los alrededores del edificio del Ministerio Público. En represalia, la Fiscal General pidió a la Corte de Constitucionalidad destituir al funcionario. Y este, acorralado, prefirió renunciar antes que actuar contra la ciudadanía. Constitucionalmente el Presidente tiene entre sus funciones nombrar y remover a los ministros (artículo 183 reformado). Pero de hecho ya no es así: basta la amenaza de persecución por la fiscalía para cambiar a un ministro. Hoy fue Gobernación, mañana podría ser Salud, Trabajo o Cultura y Deportes, si contrarían a la fiscalía. Podría parecer que no es distinto de perseguir a jueces, fiscales, abogados y periodistas hasta obligarlos a huir del país o terminar en la cárcel. Pero mientras eso sucede dentro del marco de leyes existentes y de funciones institucionales establecidas, aunque sean abusadas, para el ministro no fue asunto de sacar a alguien del camino —como una periodista incómoda—, sino de determinar la conducción de la política pública, en este caso la función de la policía. Hoy se trata del orden público, pero mañana podría tocar a las políticas de salud reproductiva (allí va un Ministro de Salud), la promoción de la industria (rueda la cabeza de una Ministra de Economía), o la historia en el currículo (y se despide una Ministra de Educación). Pensará que exagero: el presidente cuya función ahora atropella la fiscalía es su socio golpista. Pero todo lo contrario. Si así actúa con un presidente socio, quien sin aspavientos podría haber pedido la dimisión a su ministro, imagine una fiscalía así frente a una presidencia a la que antagoniza. Exige cautela jugar la «carta nazi», para no caer en el reductio ad Hitlerum. Pero la persecución penal usada como recurso para formar la política pública no dista mucho de una política pública diseñada para la persecución. En Alemania ese giro —la persecución judicial ilimitada— marcó el fin de la débil y democrática república de Weimar, formalmente en 1933. Quienes creemos en la débil y democrática república de Guatemala constituida en 1985 debemos tomar muy en serio esa lección. No solo quienes desde la población se manifiestan, particularmente los líderes ancestrales indígenas que conducen la protesta. Tampoco Bernardo Arévalo y el movimiento Semilla, a quienes los corruptos impunes intentan robar la elección. Deben poner atención los partidos políticos, hoy en profundo silencio, y los abogados que hacen caminar la tramposa maquinaria legal del país. Sobre todo deben preocuparse las élites, que sin comprometerse claramente con la democracia piensan que pueden salirse con las suyas, mientras la mafia rompe sin remedio su Estado. Quieren ganar el juego, cuando en realidad jugadores, árbitros, fanáticos y hasta el taquillero quedarán enterrados bajo un estadio que se colapsa.

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