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Día-de-descanso

Día-de-descanso

Efrén Velázquez

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Este relato es sobre una breve leyenda que trata acerca de un oficial que laboraba en el fuerte de San Juan de Ulúa. Cuando le tocó su día de asueto aprovechó disfrutarlo y conocería a una dama que jamás olvidaría

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Edgardo Laporta, an officer, takes a boat to Veracruz. He is given the day off and decides to attend a dance. He meets Umbral, a mysterious woman, and they spend the night together. The next morning, Edgardo returns to Umbral's house but finds it abandoned. Confused, he leaves without telling anyone what happened. El oficial Edgardo Laporta se subía en la embarcación que transportaba a los oficiales al puerto de Veracruz. Su superior le indicó que tomara el viernes de franco. Recordó que sus compañeros de guardia hicieron comentarios sobre un baile que se celebraría para dar inicio a las fiestas que conmemorarían el natalicio del puerto. Ocupaba distraerse un rato, olvidarse de las sombras pesadas del fuerte. Del mar impávido gestaba una sonda que emitía una melodía de arrullo. Edgardo cerró sus ojos, dejándose llevar por la serenata marítima. Sintió la caricia fresca de la brisa que se esparció frugal sobre su cuerpo El sol amaneció humilde, ya que días atrás descargó su arrogancia sobre toda la fortaleza. Sin embargo, hoy estaría de plaza en vez. Edgardo aprovecharía el día. El mediano navío arribó en el muelle de la ciudad. Todos los tripulantes comenzaron a desembarcar. Edgardo iba rumbo a tomar el transporte que lo llevaría al cuartel. Antes de abordar, miró curioso la explanada. Adultos mayores que paseaban parcimoniosos sobre la acera. Los pescadores que comenzaban a preparar sus redes. Los obreros del muelle que llegaban a cumplir su jornada. La bohemia de la cotidianidad ocultaba la festividad próxima a celebrar. Llegando al cuartel, prefirió ir a tomar una fiesta. ¿Qué pasará el comedor a desayunar? Quería estar bien repuesto. Sus compañeros elaboraron una noche inolvidable. Tenía que aprovecharla, ya que ellos permanecerían en la fortaleza. El uniforme siempre llama la atención, dijo Alonso, su compañero de turno. Es un buen cómplice, añadió Lorenzo, otro oficial de su confianza. Edgardo, aparte del traje, tenía de alear a su gallardía, aunque nunca largueaba de ésta. Siempre cauto, ejecutaba las órdenes al pie de la letra. Su quietud inspiraba confianza. Nunca se le escuchó alardear de conquistas como sus compañeros. Después de tomar el almuerzo, inició su ritual de vestimenta. Vistió su pantalón que presumía sus pliegas recién planchados. Se agotonó la camisola, se calzó las botas ilustradas. Acomodó la camisa dentro del pantalón. Después de ponerse el saco y su sombrero militar, pasó a darse un vistazo frente al espejo, que apenas captaba su alta figura. Salió de su habitación. Caminó rumbo a la plaza, que estaba a una distancia breve del cuartel. El atardecer magnificaba el cielo en una revolca cautivador. Dejaba sus retazos luminosos reflejados en las paredes de los edificios. La parafernalia que conjura una salida en don Viernes por la tarde hechizó a Edgardo. Sentía una sensación curiosa, como si en el ambiente deseara traerlo a un punto en concreto. Tenerlo ahí para algún propósito. Alistado, la brisa de febrero coqueteaba con los transeúntes. Levantaba los vestidos largos de las damiselas que caminaban frugales. Jugueteaba con las flores, los cabellos que salían de los sombreros de hombres y mujeres. Edgardo contemplaba el jugueteo del aire, sentado en una banca que halló en la plazuela. El aroma de una fragancia que conjugaba frutas cítricas cautivó su olfato. Escuchó unos pasos que sonaban melosos. El caminado, el aroma, el ambiente, volvía a una sílfide que vestía un vestido linda, que resaltaba su piel de mármol y entallaba su cuerpo moldeado por el mejor de los relatos eróticos. El aire revolucionó los mechones de su pelo rojo y fue quien inició su encuentro, haciendo volar la pañoleta de ella hacia donde estaba Edgardo. Sentir entre sus manos la suavidad de esa tela parecía como si hubiese arrancado un fragmento del universo de su piel. El aroma que desprendía, cautivado ante lo que presenciaba, sintió el aguijón del impulso, se levantó de inmediato, pensó en apresurar su paso, pero recordó el garbo que no debía perder. —Disculpe, buenas tardes—dijo haciendo una pequeña reverencia. —Creo que esto es suyo, noble dama. La mujer tomó la estola suavemente, clavó sus ojos verdes, profundos y curiosos. En el semblante de Edgardo esbozó una sonrisa. —Le agradezco el detalle. Es usted muy amable. ¿Su nombre es...? —Primero oficial, Edgardo Vizcaína Reyes, respondió tratando de ser atento, sin buscar ser invasivo. Preguntó. —Usted se llama... —Le llamo Umbral Laporta Anchordia. —Usted no debe tener mucho aquí. No se me hace su rostro familiar. —Mi estadía no es mucha ni poca. No salgo mucho, pero hoy tuve una intuición. —Qué bueno que la siguió, dijo Umbral, sin quitar su mirada penetrante sobre Edgardo, como si escrutara su alma. ¿Usted siempre pasea por aquí? Algunas veces contestó enredándose uno de sus risos con su dedo. —Hoy, al igual que usted, tuve una intuición, así que decidí dar un paseo. —Creo que valió la pena escuchar nuestras voces interiores, ¿no cree? —Sí. Edgardo y Umbral aprovecharon el paseo alrededor de la plaza. El oficial tenía interés en saber más sobre la personalidad de Umbral, aunque siempre terminaba hablando sobre sus experiencias en el fuerte Ulúa. Sobraba querer sumergirse en el interior de ella, cuando sus ademanes, sus miradas, estructuraban el lenguaje que da la invitación a una intimidad más cálida. El baile de apertura se encargó de que Edgardo y Umbral traspasaran esa zona que la cortesía pone de límite. Llegaron al terreno donde las palabras sobran y el tacto traduce lo que el cuerpo esperaba decir. Las piezas musicales, al igual que el aire, intruso descarado que circulaba, consecuentaron que su encuentro fuese más fortuito. Las palmas de sus manos se fundieron entre ellas, las restantes, una sobre el hombro, otra en la cintura entallada al umbral. Edgardo sintió una calidez que se esparcía con delicadeza cuando Umbral reposó su cabeza sobre su pecho. Observó que Umbral movió su cabeza buscando su mirada, miró sus hipnotizantes ojos verdes. La sangre que corría por sus venas comenzó a bullir de felicidad al ver que ella aproximaba sus labios carmesíes a los suyos. Un torrente eléctrico bordió su cuerpo al sentir la humedad de esa boca cálida. Quería nadar en el océano de ese beso, eternizar ese instante. La lucidez de Edgardo quedó asfixiada ante el hechizo de esa caricia. Siguió Umbral a la salida del salón, caminaron rumbo a su casa, pasaron por donde había vivido la condesa de Maldivar. Aprovecharon la cumplicidad de cada rincón oscuro para volver a besarse. La luminosidad incandescente de dos enormes farolas mostraba una puerta de cedro a la mitad de la calle. Umbral insertó la llave en la cerradura, abrió, entraron a la casa, atravesaron la sala, llegaron a una habitación. Los ventanales apenas dejaban pasar la luz diáfana de la luna. Edgardo dejó su billetera a un costado. La pareja se sumergió en la cama, rodeada de cuatro columnas negras de cedro. Un calor llameante, cosquillante, placentero, consumía a Edgardo. Las caricias de Umbral devoraban cada suspiro de su cuerpo, de su alma y de sus deseos profanos. Eran dos náufragos que navegaban en un mar de pasión incontenible, donde los guiaba el oleaje de los vientres. Hundido en ese océano de placer, Edgardo deseaba permanecer en ese abismo insondable sin dejar retaguardia el tiempo. Cayó rendido, escuchaba la voz de Umbral, que se perdía como un eco lejano. Cerró sus ojos escuchando esa voz, que se volvió un susurro, que se desvanecía en la eternidad de una noche efímera. Una alerta pinchó el sueño de Edgardo, levantó sus párpados, se paró fugaz de la cama, recordó que tenía que volver al cuartel y partir a la fortaleza de Ulúa. Se colocó de inmediato su uniforme, quiso despedirse de Umbral, pero solo halló el hueco de su lado. No indagó más, salió de inmediato a la casa. Por fortuna, la puerta principal no tenía llave. Caminó con paso acelerado, intentaba recobrar espasmos de lucidez para saber qué rumbo tomar. El alba comenzaba a recibirlo, dio un vistazo a ver si hallaba un transporte, buscó la cartera en su bolsillo sin éxito alguno. Dudo, intentó repasar lo acontecido, pero no lograba captar la claridad de lo evidenciado. Cambió su trayecto dirigiéndose de nuevo a casa de Umbral. Ansiaba atrapar unas sobras de recuerdo de la noche anterior. Hasta nada le venía a la mente. Tremenda sorpresa se llevó al llegar al lugar. Una sensación de desconcierto, una duda sin respuesta, un retazo de lógica que no podía atrapar. Frente a él yacía una puerta vieja, cerrada con candado, los ventanales cubiertos por tortinas de polvo que confusionan el indigno y el paso del tiempo. Ávido de alguna respuesta, caminó alrededor hasta que logró hallar a un oficial que daba su último rondín. Le explicó su situación. —¿Estás usted seguro? —preguntó el oficial con una cara que imprimía un gesto de asombro y rareza. —Sí, acompáñenme, por favor —respondió. Los dos hombres llegaron a la vieja casa. El oficial meñó la cabeza. De no ser por el uniforme que vestía Edgardo, junto con su rostro desconcertado, hubiese creído que se trataba de algún borracho que quería jugarle una mala pasada. Ante lo manifestado, forjeció el candado. Imaginó que cedería debido a su estado oxidado, pero resistía. Sin otro remedio, sacó su pistola. Bastó un disparo, quitaron el largo pasador. Entraron. La casa tenía las paredes añejadas, llenas de grietas donde se jugaban los recuerdos de Edgardo Conumbral. El mobiliario estaba cubierto de polvo y de finas telarañas. Atravesaron la sala. Llegaron a la habitación. Edgardo observó las cuatro columnas descoloridas de la cama. Ahí permanecían las sábanas arrugadas, amarillentas, con lanchas de moho y sin ningún rastro de Umbral. Lanzó una mirada al costado, donde recordó que había dejado la cartera. Allí estaba, ajena al polvo, como si fuera una intrusa, al igual que ellos, que irrumpían en la quietud irrefacta de ese lugar. Tomó la cartera, miró al oficial, asintió con la cabeza. Sin decir alguna otra palabra, abandonó el lugar. Pensó quizás que el oficial que lo acompañó debía ser parte de su imaginación, de un sueño del que no despertaba, y del cual no pudo hallar algún rastro de Umbral. Caminó abstraído en la nada de sus pensamientos, abandonando la idea de relatar lo sucedido.

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