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DANIELA GALINDO JIMENEZ

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The speaker describes their early life living with cats in a cold and dark house. They could only sense the cats through smell and eventually realized they were a different type of animal. The speaker enjoyed the scents in the house and playing with the cats and their siblings. One day, their mother suddenly stood up, causing panic among the cats. The speaker and their sister ran to their mother. Desde el principio, gatos. Gatos por todas partes. En realidad, no podía verlos. Tenía los ojos abiertos, pero cuando los gatos estaban cerca, solamente recibía formas cambiantes en la penumbra. Pero sí los podía oler. Los olía con tanta claridad como olía a mi madre mientras me alimentaba, o como olía a mis hermanos que se devolvían a mi lado mientras me abría paso para conseguir la leche que humedaba la vida. Yo no sabía que eran gatos, por supuesto. Únicamente sabía que eran criaturas diferentes a mí, que se encontraban en nuestro cubito, pero que no intentaban alimentarse conmigo. Más adelante, cuando llegué a ver que eran pequeños, rápidos y ágeles, me di cuenta de que no solo eran no perros, sino que eran una clase de animal específico y diferente a nosotros. Vivíamos juntos en una casa fría y oscura. La tierra seca sobre la que apoyaba el hocico desprendía unos olores exóticos y antiguos. Me encantaba olerlos, llenarme la nariz de esos aromas profundos y aromáticos. Encima de nosotros, el techo de madera desprendía un polvo suspendido en el aire. Era un techo tan bajo que cada vez que mi madre se ponía de pie en la suave depresión de tierra compacta que formaba nuestro lecho para alejarse de mí y de mis hermanos, pillábamos como protesta y nos apretábamos los unos contra los otros en busca de amparos. Su colar casi tocaba todas las vías. No sabía dónde iba mi madre cada vez que se marchaba. Solamente sabía que nosotros no nos sentíamos muy ansiosos hasta que regresaba. La única fuente de luz del cubil procedía de un solo agujero cuadrado en el extremo más alejado. A través de esa ventana, el mundo vertía asombrosos olores de cosas frías, vivas y húmedas, de lugares y de objetos mucho más embriagadores que los que podía oler en nuestro cubil. Pero a pesar de que de vez en cuando veía algún gato salir al mundo a través de esa ventana o regresar de algún lugar desconocido, cada vez que yo intentaba arrastrarme hacia allá, mi madre me hacía retroceder a empujones. Mientras mis patas se fortalecían y mi visión se iba haciendo más aguda, me dedicaba a jugar tanto con los gatitos como con mis hermanos. Solía elegir a una familia de gatos que se encontraba en la parte trasera de nuestra casa común, con dos gatitos pequeños que se mostraban especialmente amistosos y cuya madre un lametón de vez en cuando. Yo la llamaba mamá gato y cuando ya llevaba un buen rato jugando alegremente con los pequeños felinos, aparecía mi madre para llevarme agarrándome por la nuca para sacarme de entre el montón de gatos. Cuando me dejaba entre mis hermanos, éstos siempre me olisteaban, decía. Estaba claro que no les gustaba ese olor a gato. Así era mi divertida y maravillosa vida y la verdad no tenía ningún motivo para sospechar que algún día cambiaría. Un día me encontraba mamando mi lado y oyendo los sonidos que emitían mis hermanos mientras hacían lo mismo que yo. Cuando de repente mi madre se puso de pie de forma tan inesperada y rápida que me levantó con risa y casi caía al suelo. Al instante supe que sucedía algo malo. El pánico llenó el cubín, estremeciendo como una brisa el lomo de los gatos. Todos ellos gritaron hacia la parte posterior. Las madres pusieron a salvo a los más pequeños agarrándolos por las nucas. Nancy y yo corrimos hasta nuestra madre.

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