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LGDLM cap 16

LGDLM cap 16

Arasay Santos

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The excerpt is from Chapter 16 of "The War of the Worlds" and describes the mass exodus from London as people try to escape the invading Martians. The fear and panic lead to chaos and violence, with people fighting for space on trains and resorting to desperate measures. The protagonist manages to escape on a bicycle and later helps two women being attacked by thieves. They form a group and decide to continue their journey, unsure of where they are headed. They encounter other survivors and witness the devastation caused by the Martian invasion. LA GUERRA DE LOS MUNDOS Capítulo número dieciséis El éxodo de Londres Se habrá imaginado el lector, la rugiente ola de miedo que azotó la ciudad más grande del mundo al amanecer del lunes. La corriente de fuga, que se fue convirtiendo con rapidez en un torrente enfurecido en los alrededores de las estaciones ferroviarias, se convirtió en una lucha a muerte en los muelles del Támesis, y buscó salida por todos los canales disponibles del norte y del este. A las diez de la mañana perdía coherencia la organización policial y a mediodía se desplomaba por completo la de los ferrocarriles. Todas las líneas ferroviarias del norte del Támesis y los habitantes del sudeste habían sido advertidos del peligro a la medianoche del domingo, y los trenes se llenaban con rapidez mientras que la gente luchaba con salvajismo por conseguir espacio en los vagones. A las tres de la tarde muchos eran aplastados y pisoteados aún en la calle Vicious Gate, a doscientos metros de la estación de la calle Liverpool. Se disparaban revólveres, se apuñalaba a muchos, y los agentes de policía que fueron enviados a dirigir el tránsito se dejaban llevar por la cólera y rompían las cabezas de las personas a las que debían proteger. Y al avanzar el día y negarse los maquinistas y fogoneros a regresar a Londres, la presión del éxodo obligó a la multitud a alejarse de las estaciones y volcarse entonces por los caminos que iban hacia el norte. A mediodía se había visto un marciano en Barnes, y una nube de vapor negro que se hundía lentamente avanzaba por el Tamesis y los llanos de Lambeth, impidiendo la huida por los puentes. Otra nube negra se presentó sobre Ealing y rodeó a un grupito de sobrevivientes que se hallaba en Castle Hill y que de allí no pudo descender. Después de una inútil tentativa por subir a un tren del noroeste en Shock Farm, mi hermano salió a ese camino, cruzó por entre un enjambre de vehículos y tuvo la suerte de ser uno de los primeros que saquearon un negocio de venta de bicicletas. El neumático delantero de la máquina que obtuvo se abrió al sacarlo por el escaparate, pero, sin darle importancia, montó en ella y partió sin otra herida que un golpe recibió en la muñeca. La parte inferior de la empinada Hartstock Hill era impasable debido a los cadáveres de numerosos caballos allí caídos, y mi hermano tomó entonces por el camino Versailles. Así logró salvarse de lo peor del pánico, soslayando el camino Edward y llegar a esta población alrededor de las 7, fatigado y con mucho apetito, pero muchísimo antes que la multitud. A lo largo del camino se hallaba la gente apiñada, observando con gran curiosidad a los fugitivos. Allí le pasó un grupo de ciclistas, varios jinetes y dos automóviles. A una milla de Edward se rompió la llanta delantera de su bicicleta y tuvo que abandonar la máquina y seguir camino a pie. En la calle principal de la aldea habían algunos comercios abiertos, y los pobladores se agrupaban en las aceras, en los portales y ventanas, mirando asombrados a la extraordinaria procesión de fugitivos que llegaba allí. Mi hermano consiguió obtener algo de alimento en una hostería. Por un tiempo quedóse en Edward, sin saber qué rumbo tomar. Los refugiados aumentaban en número. Muchos de ellos, como mi hermano, parecían dispuestos a quedarse en la aldea. No había nuevas noticias de los invasores de Marte. A esa hora el camino estaba atestado. Pero la congestión no era grave. La mayoría de los fugitivos montaban bicicletas, pero pronto se vieron algunos automóviles, coches de plaza y carruajes cerrados que levantaban el polvo en grandes nubes por el camino hacia St. Albans. La idea de ir hasta Chainsford, donde tenía unos amigos, impulsó al fin a mi hermano a partir por un camino tranquilo que se extendía hacia el este. Poco después, llegó a un portillo de molinete y, luego de transponerlo, siguió un sendero que iba hacia el noroeste. Pasó cerca de varias granjas y algunas aldeas cuyos nombres ignoraba. Vio a pocos fugitivos hasta que se encontró en el sendero de High Barnet con dos damas, que fueron luego sus compañeras de viaje. Llegó al lugar a tiempo para salvarlas. Oyó sus gritos y, al correr para dar vuelta a la curva, vio a un par de individuos que se forzaban por arrancarlas del cochesillo en el que viajaban, mientras que un tercero trataba de contener al nervioso caballo. Una de las damas, mujer baja y vestida de blanco, no hacía más que gritar, pero la otra, una joven morena y esbelta, golpeaba con su látigo al hombre que la tenía sujeta por una muñeca. Mi hermano se hizo cargo de la situación al instante, lanzó un grito y corrió hacia el lugar en que se desarrollaba la lucha. Uno de los hombres desistió de sus intenciones y volvióse hacia él. Al ver la expresión del otro, mi hermano comprendió que era inevitable una pelea y, como era un pugilista experto, lo atacó inmediatamente derribándolo contra la rueda del vehículo. No era ese el momento apropiado para mostrarse caballeresco y, acto seguido, lo desmayó de un puntapié. Tomó luego por el cuello al que aprisionaba la muñeca de la dama. Oyó entonces ruido de cascos, sintió que el látigo le golpeaba entre los ojos y el hombre al que hacía se liberó y echó a correr por el camino. Medio atontado, se encontró frente al que había contenido al caballo y vio entonces que el coche se alejaba camino abajo, mecíndose de un lado a otro y con ambas mujeres vueltas hacia él. Su antagonista, que era un sujeto fornido, trató de abrazarlo y él le contuvo con un golpe a la cara. El otro se dio cuenta entonces de que estaba solo y dio un salto para esquivarlo y correr tras el coche. Mi hermano le siguió y cayó al suelo. Otro de los sujetos que había echado a correr tras él también cayó. Un momento después se acercó el tercero de los individuos y entre los dos lo ataron. Mi hermano se habría visto en un grave apuro si la dama delgada no hubiera vuelto en su ayuda con gran audacia. Parece que tenía un revólver, pero el arma estaba debajo del asiento cuando las atacaron. Disparó desde seis metros de distancia y la bala pasó a escasos centímetros de la cabeza de mi hermano. El menos valeroso de los ladrones echó a correr, seguido por su amigo, que le reprochaba su cobardía. Ambos se detuvieron junto al que yacía tendido en el camino. —¡Tome esto! —dijo la joven a mi hermano dándole el revólver. —¡Vuelva al coche! —le ordenó él mientras se enjugaba la sangre que emanaba de sus labios. Ella se volvió sin decir palabra, y ambos marcharon hacia donde la mujer de blanco se forzaba por contener al atemorizado caballo. Los ladrones parecían haberse dado por vencidos y se alejaron. —Me sentaré aquí, si me permiten —dijo entonces y subió al pescante. La dama miró sobre su hombro. —Deme las riendas —dijo, y asusó al caballo de un latigazo. Un momento más tarde una curva del camino ocultó a los tres ladrones que se iban. De esta manera, completamente inesperada, mi hermano se encontró, jadeante, con un corte en un labio, la barbilla magullada y los nudillos lastimados, viajando por un camino desconocido con estas dos mujeres. Se enteró de que eran la esposa y la hermana menor de un cirujano que vivía en Stanmore, y que había vuelto en la madrugada de atender un caso urgente en Pinner. Al enterarse en una estación del camino de que avanzaban los marcianos, fue apresuradamente a su casa, despertó a las mujeres, empaquetó algunas provisiones, puso su revólver debajo del asiento —por suerte para mi hermano— y les dijo que fueran a Edward, donde podrían tomar un tren. Quedóse atrás para avisar a los vecinos y dijo que las alcanzaría a las cuatro y media de la mañana, pero eran ya cerca de las nueve y no habían vuelto a verle. En Edward no pudieron detenerse debido al intenso tránsito que pasaba por la aldea, y por eso fueron hasta ese camino lateral. Esto fue lo que contaron a mi hermano poco a poco cuando volvieron a detenerse cerca de New Barnet. Él les prometió hacerles compañía, por lo menos hasta que decidieran lo que iban a hacer o hasta que llegara el médico. Manifestó ser experto en el manejo del revólver —arma desconocida para él— a fin de infundirles confianza. Hicieron una especie de campamento al lado del camino y el caballo se puso a mordisquear un seto. Él les contó su huida de Londres y todo lo que sabía de los marcianos. El sol fue ascendiendo en el cielo y al cabo de un tiempo dejaron de hablar y se quedaron esperando. Varios caminantes pasaron por allí, y por ellos supo mi hermano algunas noticias. Cada respuesta que recibía acrecentaba su impresión del gran desastre sufrido por la humanidad y aumentaba su convicción de que era necesario proseguir la huida inmediatamente. Por este motivo lo sugirió a sus acompañantes. —¡Tenemos dinero! —dijo la más delgada y vaciló un poco, miró a mi hermano a los ojos y desapareció su incertidumbre. —Yo también lo tengo —dijo él. Ella le explicó que llevaba treinta libras en oro además de un billete de cinco y sugirió que con eso podrían tomar un tren en St. Albans o en New Bernet. Mi hermano creyó imposible hacerlo, ya que había visto lo ocurrido en Londres con los trenes, y expresó su idea de cruzar Essex hacia Harwich y así escapar del país. La señora Elphison, que era la dama de blanco, no quiso escuchar razones y siguió llamando a George, pero su cuñada era muy decidida y finalmente accedió a la sugestión de mi hermano. Así pues, siguieron hacia Barnet con la intención de cruzar el Gran Camino del Norte. Mi hermano iba caminando junto al coche para alcanzar al caballo lo menos posible. A medida que avanzaba el día, se acrecentaba el calor y la arena blancuzca sobre la que pisaban se tornó cegadora y ardiente, de modo que sólo pudieron viajar con mucha lentitud. Los setos estaban cubiertos de polvo, y mientras avanzaban hacia Barnet, oyeron cada vez más claramente un tumulto extraordinario. Comenzaron a encontrarse con más gente. En su mayoría miraban todos hacia adelante con la vista fija. Iban murmurando por lo bajo. Estaban fatigados, pálidos y sucios. Un hombre vestido de etiqueta se cruzó con ellos. Iba caminando y con los ojos fijos en el suelo. Oyeron su voz, y al volverse para mirarle, le vieron llevarse una mano a los cabellos y golpear con la otra algo invisible. Pasado su paroxismo de ira, continuó camino sin mirar hacia atrás ni una sola vez. Cuando siguieron hacia la encrucijada al sur de Barnet, vieron a una mujer que se aproximaba al camino por un campo de la izquierda, llevando un niño en brazos y seguida por otros dos. Luego apareció un hombre vestido de negro con un grueso bastón en una mano y una maleta en la otra. Después vieron llegar por la curva un carrito arrastrado por un sudoroso caballo negro y guiado por un joven de sombrero hongo cubierto de polvo. Viajaban con él tres muchachas y un par de niños. —Por aquí podremos dar la vuelta por Edward —preguntó el muchacho, que estaba muy pálido. Cuando mi hermano le hubo contestado afirmativamente, tomó hacia la izquierda, azotó al caballo y se fue sin darle las gracias. Mi hermano notó un humo gris pálido que se levantaba entre las casas que tenía frente a sí y que velaba la fachada blanca de un edificio que se hallaba detrás de las villas. La señora Elphiston lanzó un grito al ver una masa de llamas rojas que saltaban de las viviendas hacia el cielo. El ruido tumultuoso resultó ser ahora una cacofonía de voces, el rechinar de muchas ruedas, el crujir de vehículos y el golpear de casco sobre el suelo. El camino describía allí una curva cerrada a menos de cincuenta metros de la encrucijada. —¡Dios mío! —gritó la señora Elphiston. —¿A dónde nos lleva usted? Mi hermano se detuvo. El camino principal estaba lleno de gente. Era un torrente de seres humanos que avanzaban apresuradamente hacia el norte mientras unos empujaban a otros. Una gran nube de polvo blanco y luminoso por el resplandor del sol tornaba indistinto el espectáculo y era constantemente renovado por las patas de gran cantidad de caballos, los pies de hombres y mujeres y las ruedas de vehículos de toda clase. —¡Paso! —gritaban las voces. —¡Abran paso! Tratar de llegar al cruce del sendero por el camino principal era como querer avanzar hacia las llamas y el humo de un incendio. La multitud rugía como las llamas y el polvo era tan cálido y penetrante como el humo. Y en verdad, algo más adelante ardía una villa, cuyo humo aumentaba la confusión reinante. Dos hombres se cruzaron con ellos. Después pasó una mujer muy sucia que llevaba un atado de ropas y lloraba sin cesar. Todo lo que pudieron ver del camino de Londres entre las casas de la derecha era una tumultuosa corriente de personas sucias que avanzaban apretujadas entre las casas de ambos lados. Las cabezas negras, las formas indefinibles, se tornaban claras al llegar a la esquina, pasar y perder de nuevo su individualidad en la confusa multitud que desaparecía entre una nube de polvo. —¡Adelante! —gritaban las voces. —¡Paso! ¡Paso! Las manos de uno presionaban sobre las espaldas del otro. Mi hermano se quedó parado junto al caballo. Luego, irresistiblemente atraído, avanzó paso a paso por el sendero. Edward había sido una escena de confusión. Sharp Farm, un tumulto indescriptible. Pero esto era toda una población en movimiento. Resulta difícil imaginar aquella multitud. No tenía carácter propio. Las figuras salían de la esquina y se perdían dando la espalda al grupo parado en el sendero. Por los costados iban los que marchaban a pie, amenazados por las ruedas, cayendo a cada momento a las zanjas y tropezando unos con otros. Los vehículos iban unos tras otros, dejando poco espacio para los otros coches más veloces, que de cuando en cuando se adelantaban al presentárseles una abertura propicia, obligando así a los caminantes a diseminarse contra las cercas y también los portales de las casas. —¡Adelante! —era el grito. —¡Adelante! ¡Ya vienen! Sobre un carro viajaba un ciego que vestía el uniforme del ejército de salvación. Iba haciendo ademanes vagos y gritaba —¡Eternidad! ¡Eternidad! Su voz era ronca y muy potente, de modo que mi hermano le oyó hasta mucho después que el ciego se hubo perdido en el polvo del sur. Algunos de los que iban en los carros castigaban a sus caballos y reñían con los demás conductores. Otros estaban inmóviles con la vista fija en el vacío. Otros se mordían las uñas o yacían postrados en el fondo de sus vehículos. Los caballos tenían los hocicos cubiertos de espuma y los ojos enrojecidos. Había coches de plaza, carruajes cerrados, carros, carretas en número infinito. El carretón de un cervecero pasó rechinando con sus dos ruedas de ese lado, salpicadas de sangre fresca. —¡Abran paso! —gritaban todos. —¡Abran paso! —¡Eternidad! —continuaba exclamando el ciego. Se veían mujeres muy bien vestidas, con niños que lloraban y avanzaban a tropezones, con las ropas elegantes cubiertas de polvo y los rostros bañados en lágrimas. Con muchas de ellas avanzaban hombres, algunos atentos, otros salvajes y desconfiados. Al lado de ellos iban algunas mujeres de la calle, que vestían deslucidos trajes negros con girones y profelían gruesas palabrotas. Había también obreros fornidos, hombres desaliñados vistiendo como dependientes, un soldado herido, individuos vestidos con el uniforme de empleados del ferrocarril y uno que sólo tenía puesto un camisón con un abrigo encima. Pero a pesar de lo variado de su composición, aquella hueste tenía algo en común. Se notaba el miedo y el dolor en todos los rostros, y el terror los impulsaba. Un tumulto en el camino, una pelea por un poco de espacio, hacía que todos apresuraran el paso. El calor y el polvo habían hecho ya su efecto en la multitud. Tenían el cutis reseco y los labios ennegrecidos y resquebrajados. Todos estaban sedientos, cansados y doloridos, y entre los gritos diversos se oían disputas, reproches, gemidos de fatiga. Las voces de casi todos eran roncas y débiles, y continuamente se repetían estas palabras. —¡Paso! ¡Paso! ¡Llegan los marcianos! Poco se detenían o se apartaban de la corriente. El sendero tocaba el camino cafetero de manera oblicua y daba la impresión de llegar desde Londres. No obstante, muchos entraron en él. Los más débiles salieron del montón para descansar un rato e introducirse nuevamente. A cierta distancia de la entrada yacía un hombre con una pierna al descubierto y envuelto en trapos ensangrentados. Lo acompañaban dos amigos. Un viejo de menguada estatura que lucía un bigote de corte militar y un sucio levitón negro salió para sentarse junto al ceto, se quitó un zapato, tenía el calcetín ensangrentado, lo sacudió para sacarle un guijarro y volvió a reanudar la marcha. Poco después se arrojó bajo el ceto una niñita de ocho o nueve años y rompió a llorar. —No puedo seguir, no puedo seguir. Mi hermano salió de su estupefacción y la alzó en brazos para llevársela a la señorita Elphiston. Tan pronto como la tocó él, la niña se quedó completamente inmóvil, como si la dominara el miedo. —¡Helen! —chilló una mujer de la multitud. —¡Helen! La niña se apartó entonces del coche para ir hacia el camino carretero gritando. —¡Mamá! —¡Ya vienen! —dijo un jinete que cruzó frente a la entrada del sendero. —¡Apártense del paso! —gritó un cochero desde lo alto de su vehículo y mi hermano vio un carroje cerrado que entraba en el caminillo. La gente se apretó para no ser aplastada por el caballo. Mi hermano retiró su coche hacia el ceto y el cochero pasó para detenerse junto a la curva. El vehículo tenía una lanza para dos caballos, pero solo uno iba atado a las riendas. Mi hermano vio por entre el polvo que dos hombres bajaban del coche una camilla y la ponían sobre el césped. Uno de ellos se acercó a todo correr. —¿Dónde hay agua? —preguntó. —Está molibundo y tiene sed. Es Lord Garrick. —¿Lord Garrick? —exclamó mi hermano. —¿El juez supremo? —¿Dónde hay agua? —No sé, quizás hay algún grifo en una de las casas. Nosotros no llevamos y no me atrevo a dejar a mi gente. El otro se abrió paso por entre la multitud hasta la puerta de la casa de la esquina. —¡Adelante! —le gritaban todos dándole empellones. Luego llamó la atención de mi hermano un hombre barbudo y de rostro afilado que llevaba un maletín de mano. El maletín se abrió en ese momento y de su interior cayó una masa de soberanos de oro que se diseminó al dar en tierra. Las monedas se rodaron por entre los pies de los hombres y las patas de los caballos. El hombre se detuvo y miró estúpidamente las monedas. En ese momento le golpeó la bala de un coche y le hizo trastabillar. Lanzó un aullido, volvió hacia atrás y la rueda de un carro le pasó rozando el cuerpo. —¡Paso! —gritaron los que marchaban a su alrededor. —¡Abran paso! Tan pronto como hubo pasado el coche, el individuo se arrojó sobre la pila de monedas y comenzó a llevarlas apuñados a sus bolsillos. Un caballo llegó hasta él y un momento después el hombre se levantaba a medias para ser aplastado luego por los cascos. —¡Cuidado! —gritó mi hermano, y apartando del paso a una mujer se forzó por así las riendas del animal. Antes que pudiera lograrlo, oyó un grito bajo las ruedas y vio por entre el polvo que la llanta pasaba sobre la espalda del pobre desgraciado. El conductor del carro asestó un latigazo a mi hermano. Este corrió enseguida hacia la parte posterior del vehículo. Los gritos le azurdieron un tanto. El hombre se debatía en el polvo, entre su dinero e incapaz de levantarlo porque la rueda le había quebrado la columna vertebral y sus piernas no tenían movimiento. Mi hermano se hirguió entonces gritándole al conductor del coche siguiente, y un hombre que montaba en un caballo negro se adelantó para apestar ayuda. —¡Sáquenlo del camino! —dijo el jinete. Tomándolo por el cuello de la levita, mi hermano comenzó a arrastrar al pobre hombre, pero el otro seguía empeñado en recoger su dinero y miró a su benefactor con expresión colérica mientras que lo golpeaba con el puño lleno de monedas. —¡Adelante! ¡Adelante! —gritaban las voces de todos. —¡Paso! ¡Paso! Se oyó un ruido estrepitoso al golpear la vara de un carruaje contra la parte posterior del carro que detuviera el jinete. Mi hermano levantó la vista y el hombre del oro volvió la cabeza para morderle la mano con que le tenía sujeto el cuello. Hubo un choque y el caballo negro se desvió de costado mientras que avanzaba rápidamente. Uno de los cascos rozó el pie de mi hermano. Este soltó al caído y dio un salto atrás. Vio entonces que la cólera era reemplazada por el terror en la cara del caído, y un momento después el pobre desgraciado quedaba oculto a su vista. Mi hermano se vio arrastrado más allá de la entrada del sendero y debió hacer grandes esfuerzos para volver allí. Vio que la señorita del fistón se cubría los ojos y que un niño miraba fijamente algo oscuro e inmóvil que había en el suelo y era aplastado cada vez más por las ruedas que pasaban. —¡Volvamos atrás! —gritó entonces e hizo volver al caballo. —¡No podemos cruzar este infierno! Se alejaron por el sendero por espacio de unos cien metros hasta que quedó oculta a su vista la vociferante multitud. Al pasar por la curva del camino vio mi hermano la cara de moribundo tendido en la zanja. Las dos mujeres se estremecieron al verlo. Más allá de la curva se detuvo de nuevo mi hermano. La señorita del fistón estaba muy pálida y su cuñada lloraba desconsoladamente y se había olvidado ya de llamar a George. Mi hermano se sintió horrorizado y perplejo a la vez. Tan pronto como hubieron retrocedido comprendió lo inevitable y urgente que era intentar el cruce. Se volvió entonces hacia la joven. —Debemos ir por allí —declaró y de nuevo hizo volver al caballo. Por segunda vez en ese día demostró la joven su fortaleza de carácter. Para abrirse paso por el torrente humano mi hermano se internó en él y detuvo a un coche mientras guiaba a su caballo hacia el otro lado. Un carro enganchó sus ruedas con las de ellos y siguió después de arrancar una larga silla del cochecillo. Un momento después quedaban prisioneros del torrente y eran arrastrados hacia adelante. Con las marcas de los latigazos que le asestara el cochero mi hermano saltó al cochecillo y tomó las riendas de mano de la joven. —Apunte al hombre que está detrás y nos empuja mucho —ordenó dándole el revólver. —No, apúntele al caballo. Después comenzó a buscar la oportunidad de desviarse hacia la derecha del camino, pero una vez en la corriente pareció perder el control y formar parte de la caravana interminable. Cruzaron Chipping Barnet con los demás y estaban casi una milla más allá del pueblo antes que pudieran abrirse paso hacia el otro lado del camino. El ruido y la confusión eran indescriptibles, pero en el pueblo y más allá habían varios caminos secundarios que en cierto modo aliviaron la presión de la marcha. Tomaron hacia el este por Hartley y allí y algo más adelante se encontraron con una gran multitud que avevía en el arroyo y muchos de cuyos componentes luchaban por llegar hasta el agua. Luego desde una colina próxima a Sars Barnet vieron dos trenes que avanzaban lentamente uno tras otro, sin señales ni orden, llenos de pasajeros, muchos de los cuales iban hasta sobre los carbones del tender. Ambos convoyes viajaban hacia el norte por las vías del Gran Norteña. Mi hermano supone que deben haberse llenado fuera de Londres, pues en aquel entonces el terror incontrolable de la población había imposibilitado la entrada en las terminales. Cerca de ese lugar se detuvieron para descansar por el resto de la tarde, pues la violencia del día los había agotado por completo. Comenzaban ya a sufrir los rigores del hambre, la noche estaba fría y ninguno de ellos atrevió a dormir, y al caer la noche vieron pasar por el camino a muchas personas que huían de peligros desconocidos e iban en la dirección de la que llegara mi hermano.

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