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Rwy'n gobeithio y byddwn yn gweithio'n fawr iawn, ond rwy'n gobeithio y byddwn yn gweithio'n fawr iawn. Rwy'n gobeithio y byddwn yn gweithio'n fawr iawn, ond rwy'n gobeithio y byddwn yn gweithio'n fawr iawn. Rwy'n gobeithio y byddwn yn gweithio'n fawr iawn, ond rwy'n gobeithio y byddwn yn gweithio'n fawr iawn. Rwy'n gobeithio y byddwn yn gweithio'n fawr iawn, ond rwy'n gobeithio y byddwn yn gweithio'n fawr iawn. Rwy'n gobeithio y byddwn yn gweithio'n fawr iawn, ond rwy'n gobeithio y byddwn yn gweithio'n fawr iawn. Ysgrifennaf Ysgrifennaf Ysgrifennaf El sábado ha quedado grabado en mi memoria como un día de incertidumbre. Fue también una jornada calurosa y pesada, y el termómetro fluctuó constantemente. Yo había dormido poco, aunque mi esposa logró descansar bien. Por la mañana me levanté muy temprano, salí al jardín antes de desayunar y me quedé escuchando, pero del lado del campo comunal no se oía nada más que el canto de una alondra. El lechero llegó como de costumbre. Oí el estrépito de su carro y fui hacia la puerta lateral para pedirle las últimas noticias. Me informó que durante la noche los marcianos habían sido rodeados por las tropas y que se esperaban cañones. En ese momento oí algo que me tranquilizó. Era el tren que iba hacia Woking. —No los van a matar si pueden evitarlo —dijo el lechero. Vi a mi vecino que estaba trabajando en su jardín y charlé con él durante un rato. Después me fui a desayunar. Aquella mañana no ocurrió nada excepcional. Mi vecino opinaba que las tropas podrían capturar o destruir a los marcianos durante el transcurso del día. —Es una pena que no quieran tratos con nosotros —observó. —Sería interesante saber cómo viven en otro planeta. Quizá aprenderíamos algunas cosas. Acercóse a la cerca y me dio un puñado de fresas. Al mismo tiempo me contó que se había incendiado el bosque de pinos próximo al campo de golf. Dicen que ha caído allí otro de los condenados proyectiles. Es el número dos. Pero con uno basta y sobra. Esto le costará mucho dinero a las compañías de seguros. Río jovialmente al decir esto y agregó que el bosque estaba todavía en llamas. —El terreno está muy caliente durante varios días debido a las agujas de pino —agregó. Se puso serio y luego dijo. —Cobreo, Jirby. Después del desayuno decidí ir hasta el campo comunal. Bajo el puente ferroviario encontré a un grupo de soldados del Cuerpo de Zapadores que lucían gorros pequeños, sucias chaquetillas rojas, camisas azules, pantalones oscuros y botas de media caña. Me dijeron que no se permitía pasar al otro lado del canal. Y al mirar hacia el puente vi a uno de los soldados del regimiento de Cardigan que montaba allí la guardia. Durante un rato estuve conversando con estos hombres y les conté que la noche anterior había visto a los marcianos. Ellos tenían ideas muy vagas acerca de los visitantes, de modo que me interrogaron con vivo interés. Dijeron que ignoraban quién había autorizado la movilización de las tropas, opinaban que se había producido una disputa al respecto en los guardias montados. El zapador ordinario es mucho más culto que el soldado común y comentaron las posibilidades de la lucha en perspectiva con bastante justeza. Les describí el rayo calórico y comenzaron a discutir entre ellos. —Lo mejor sería arrastrarnos hasta encontrar refugio y tirotearlos —expresó uno. —¡Bah! —dijo otro— ¿cómo se puede encontrar refugio contra ese calor? ¡Si te cocinan! Lo que hay que hacer es llegar lo más cerca posible y cavar una trinchera. —Es verdad que no tienen cuello —dijo de pronto un tercero. Repetí la descripción que hiciera unos momentos antes. —Octopus —dijo él—, así que esta vez tendremos que pelear con peces. —No es un crimen matar bestias así —manifestó el que hablará primero. —¿Por qué no los cañonean de una vez y terminan con ellos? —preguntó otro. —No se sabe lo que son capaces de hacer. —¿Y dónde están las balas? —No hay tiempo. Creo que deberíamos atacarlos ahora sin perder ni un minuto. Así continuaron discutiendo. Al cabo de un rato me alejé de ellos y fui a la estación para buscar tantos diarios matutinos como hubiera. Mas no fatigaré al lector con una descripción de aquella mañana tan larga y de la tarde, más larga aún. No logré ver el campo comunal, pues incluso las torres de las iglesias de Horsley y Chobham estaban ocupadas por las autoridades militares. Los soldados con quienes hablé no sabían nada. Los oficiales estaban muy ocupados y no quisieron darme informes. La gente del pueblo se sentía nuevamente segura ante la presencia del ejército y por primera vez me enteré de que el hijo del cigarrero Marshall era uno de los muertos en el campo. Los soldados habían obligado a los que vivían en las afueras de Horsley a cerrar sus casas y salir de ellas. Volví a casa alrededor de las dos. Estaba muy cansado, pues, como ya he dicho, el día era muy caluroso y pesado, y por la tarde me refresqué con un baño frío. Alrededor de las cuatro y media fui a la estación para adquirir un diario vespertino, pues los de la mañana habían publicado una descripción muy poco detallada de la muerte de Sten, Henderson, Ogilvy y los otros, pero no encontré en ellos nada que no supiera. Los marcianos no se mostraron para nada. Parecían muy ocupados en su pozo y se oía el resonar de los martillazos, mientras que las columnas de humo eran constantes. Aparentemente estaban preparándose para una lucha. Se han hecho nuevas tentativas de comunicarse con ellos, mas no se obtuvo el menor éxito. Esa era la fórmula empleada por los diarios. Un zapador me dijo que las señales las hacía un soldado ubicado en una zanja con una bandera atada a una vara muy larga. Los marcianos se le prestaron tanta atención como a la que le prestaríamos nosotros a los mojidos una vaca. Debo confesar que la vista de todo este armamento y de los preparativos me excitó en extremo. Me torné beligerante y en mi indignación derroté a los invasores de diversas maneras. Volvieron a mí parte de los sueños de batalla y heroísmo que tuviera durante mi niñez. En esos momentos me pareció una batalla desigual. Los marcianos daban la impresión de encontrarse totalmente indefensos en su pozo. Alrededor de las tres comenzaron a oírse las detonaciones de un cañón que estaba en Chetsey y Adelston. Me enteré de que estaban cañoneando el bosque de pinos donde había caído el segundo cilindro, pues deseaban destruirlo antes de que se abriera. Mas eran ya las cinco cuando llegó a Chopham el cañón que habría de usarse contra el primer grupo de marcianos. A eso de las seis, cuando estaba tomando el té con mi esposa, en la glorieta, hablaba yo con entusiasmo acerca de la batalla que se libraba a nuestro alrededor. Oí entonces una detonación ahogada procedente del campo comunal. A esto le siguió una descarga cerrada. Luego se oyó un estruendo violentísimo muy cerca de nosotros y tembló la tierra a nuestros pies. Vi entonces que las copas de los árboles que rodeaban el colegio oriental estallaban en llamas rojas, mientras que el campanario de la iglesia se desmoronaba hecho una ruina. La parte superior de la torre había desaparecido y los techos del colegio daban la impresión de haber sido víctimas de una bomba de cien toneladas. Se resquebrajó una de nuestras chimeneas como si le hubieran dado un cañonazo, y un trozo de la misma cayó abajo, arruinando un macizo de flores que había junto a la ventana de mi estudio. Mi esposa y yo nos quedamos anonadados. Después me hice cargo de que la cumbre de Maybury Hill debía estar al alcance del rayo calórico, ahora que no estaba el edificio del colegio en su camino. Al comprender esto, tomé a mi esposa del brazo y sin la menor ceremonia la llevé al camino. Después llamé a la criada, diciéndole que yo mismo iría arriba a buscar el cofre que tanto pedía. —No podemos quedarnos aquí —exclamé, y en ese mismo momento se reanudaron los disparos en el campo comunal. —¿Pero dónde podemos ir? —preguntó mi esposa, llena de terror. Por un instante estuve perplejo. Luego recordé a nuestros primos de Leatherhead. —¡Leatherhead! —grité por sobre el tronar lejano del cañón. Ella miró hacia la parte inferior de la cuesta. La gente salía de sus casas para ver qué pasaba. —¿Y cómo vamos a llegar a Leatherhead? —preguntó. Colina abajo vi a un grupo de húsares que pasaba por debajo del puente ferroviario. Tres galoparon por los portales abiertos del colegio oriente, otros dos desmontaron para correr de casa en casa. El sol que brillaba a través de las columnas de humo que se alzaban sobre los árboles parecía de color rojo sangre e iluminaba todo con una luz extraña. —Quédate aquí —le dije a mi esposa—, por ahora estarás a salvo. Partí enseguida hacia el perro manchado, pues sabía que el posadero tenía un coche y un caballo. Eché a correr al darme cuenta de que en un momento comenzarían a trasladarse todos los que se hallaban en ese lado de la colina. Hallé al hombre en su granero y vi que no se había hecho cargo de lo que pasaba detrás de su casa. Con él estaba otro hombre que me daba la espalda. —Tendrá que darme una libra —decía el posadero—, y yo no tengo a nadie que lo lleve. —Yo le daré dos —dije por encima del hombro del desconocido. —¿A cambio de qué? —preguntó. —Lo traeré de vuelta para medianoche —agregué. —¡Caramba! —exclamó el posadero—, ¡qué apuro tiene! Estoy vendiendo mi cerdo. Dos libras y me lo trae de vuelta. ¿Qué pasa aquí? Le expliqué apresuradamente que debía irme de mi casa y así obtuve el vehículo en alquiler. En ese momento no me pareció tan importante que el posadero se fuera de la suya. Me aseguré de que me diera el coche sin más demora, y dejándolo a cargo de mi esposa y de la criada, corrí al interior de la casa para empacar algunos objetos de valor que teníamos. Las hallas de la zona comenzaron a arder mientras me ocupaba yo de esto, y las cercanas del camino quedaron iluminadas por una luz rojiza. Uno de los úsares llegó entonces a la casa para advertirnos que no fuéramos. Estaba por seguir su camino cuando salí yo con mis tesoros envueltos en un mantel. —¿Qué novedades hay? le grité. Se volvió entonces para contestarme algo respecto a que salen de una cosa que parece la tapa de una fuente, y continuó su camino hacia la puerta de la casa situada en la cima. Una nube de humo negro que cruzó el camino lo ocultó por un instante. Yo corrí hasta la puerta de mi vecino y llamé para convencerme de lo que ya sabía. Él y su esposa habían partido para Londres, cerrando la casa hasta su vuelta. Volví a entrar para buscar el cofre de la criada, lo cargué en la parte trasera del coche y salté luego al pescante. Un momento más tarde dejábamos atrás el humo y el desorden, y descendíamos por la ladera opuesta de Maybury Hill en dirección a Old Wolk. Frente a nosotros se veía el paisaje tranquilo e iluminado por el sol. A ambos lados estaba la campiña sembrada de trigo y la hostería Maybury con su cartel sobre la puerta. En la parte inferior de la cuesta me volví para mirar lo que dejábamos atrás. Espesas columnas de humo y llamas se alzaban en el aire tranquilo proyectando sombras oscuras sobre los árboles del este. El humo se extendía ya hacia el este y el oeste. El camino estaba salpicado de gente que corría hacia nosotros, y muy levemente oímos el repiqueteo de las ametralladoras que al fin callaron. También nos llegaron las detonaciones intermitentes de los fusiles. Al parecer, los marcianos incendiaban todo lo que había dentro del alcance del rayo calórico. No soy muy experto en guiar caballos, y tuve que prestar atención al camino. Cuando volví a mirar hacia atrás, la segunda colina había ocultado ya el humo negro. Castigué al equino con el látigo y aflojé las riendas hasta que Walking y Seth quedaron entre nosotros y el campo de batalla. Entre ambas poblaciones alcancé y pasé al doctor. Capítulo número 10 Durante la Tormenta Leatherhead estaba a unas doce millas de Maybury Hill. El aroma del hieno predominaba en el aire cuando llegamos a las praderas de más allá de Payford, y en los setos de ambos lados del camino veíanse multitudes de rosas silvestres. Los disparos que empezaban mientras salíamos de Maybury Hill cesaron tan bruscamente como se iniciaron, y la noche estaba ahora tranquila y silenciosa. Llegamos a Leatherhead alrededor de las nueve, y el caballo descansó una hora mientras cenaba yo con mis primos y les recomendaba el cuidado de mi esposa. Ella guardó silencio durante el viaje y la vi preocupada y llena de aprensión. Traté de tranquilizarla diciéndole que los marcianos estaban condenados a quedarse en el pozo a causa de su pesadez, y que lo más que podían hacer era quizá arrastrarse apenas unos metros fuera del agujero, pero ella me contestó con monosílabos. De no haber sido por la promesa que hiciera el posadero, creo que me habría obligado a quedarme aquella noche con ella. Ojalá lo hubiese hecho. Recuerdo que estaba tan pálida cuando nos separamos. Por mi parte, todo ese día había estado bajo los efectos de una gran excitación. Me dominaba algo muy semejante a la fiebre de la guerra, que ocasionalmente hace presa de algunas comunidades civilizadas, y en mi fuero interno no lamentaba mucho tener que volver a Maybury aquella noche. Hasta temí que los últimos disparos significaran la exterminación de los invasores. Sólo puedo expresar que mi estado de ánimo estaba diciendo que deseaba participar del momento triunfal. Eran casi las once cuando inicié el regreso. La noche se tornó muy oscura para mí, que salía de una casa iluminada, y el calor reinante era opresivo. En lo alto pasaban raudas las nubes, aunque ni un soplo de brisa agitaba los cetos a nuestro alrededor. El criado de mis primos encendió las lámparas del coche. Por suerte, conocía yo muy bien el camino. Mi esposa quedóse a la luz de la puerta y me observó hasta que subí al carruaje. Después giró sobre sus talones y entró, dejando allí a mis primos que me desearon un buen viaje. Al principio me sentí algo deprimido al pensar en los temores de mi esposa, pero muy pronto me puse a pensar en los marcianos. En aquel entonces ignoraba yo la marcha de la contienda de aquella noche. Ni siquiera conocía las circunstancias que habían precipitado el conflicto. Al cruzar por Ockham, vi en el horizonte occidental un resplandor rojo sangre que al acercarme más se fue extendiendo por el cielo. Las nubes de la tormenta que se avecinaba se mezclaron entonces con las masas de humo negro y rojo. Cripple Street estaba desierto, y salvo una que otra ventana iluminada, la aldea no daba señales de vida. No obstante, a duras penas evité un accidente en la esquina del camino de Pitford donde se habían reunido un grupo de personas que me daban la espalda. No me dijeron nada al pasar yo. No sé lo que sabían respecto a los acontecimientos del momento e ignoro si en esas casas silenciosas frente a las que pasé se hallaban los ocupantes durmiendo tranquilamente o si habían ido todos para presenciar los terrores de la noche. Desde Ripley hasta que pasé por Pitford estuve en el valle del Way, y desde allí no pude ver el resplandor rojizo. Al ascender ya a la colina, que hay más allá de la iglesia de Pitford, el resplandor estuvo de nuevo a mi vista, y los árboles de mi alrededor temblaban con los primeros soplos del viento que traía la tormenta. Después oí dar las doce en el campanario del templo que dejaba atrás, y luego avisté los contornos de Mayberry Wee, con sus árboles y techos recortándose claramente contra el fondo rojo del cielo. En el momento mismo en que veía esto, un resplandor verdoso iluminó el camino, poniendo de relieve el bosque que se extendía hacia Adleton. Sentí un tirón de las riendas y vi entonces que las nubes se habían apartado para dejar paso a un destello de fuego verdoso que iluminó vivamente el cielo y los campos a mi izquierda. Era la tercera estrella que caía. Inmediatamente después se iniciaron los primeros relámpagos de la tormenta, y el trueno comenzó a hacerse oír desde lo alto. El caballo mordió el freno y echó a correr como enloquecido. Una cuesta suave corre hacia el pie de Mayberry Wee, y por allí descendimos. Una vez que se iniciaron los relámpagos, estos se sucedieron uno tras otro con su correspondiente acompañamiento de truenos. Los destellos eran cegadores, y dificultó mucho más mi situación el hecho de que empezó a caer un granizo que me golpeaba en la cara con fuerza. De momento no vi más que el camino que tenía delante, pero de pronto me llamó la atención algo que se movía rápidamente por la otra cuesta de Mayberry Wee. Al principio lo tomé por el techo mojado de una casa, pero uno de los relámpagos lo iluminó y pude ver que se movía bamboleándose. Fue una visión fugaz, un movimiento confuso en la oscuridad, y luego otro relámpago volvió a brillar y pude ver el objeto con perfecta claridad. ¿Cómo podría describirlo? Era un trípode monstruoso, más alto que muchas casas, y que pasaba sobre los pinos y los aplastaba en su carrera. Una máquina andante de metal reluciente que avanzaba ahora por entre los bresos. De la misma colgaban cuerdas de acero articuladas, y el ruido tumultuoso de su andar se mezclaba con el rugido de los truenos. Un relámpago, y se destacó vividamente con dos pies en el aire para desvanecerse y reaparecer casi instantáneamente cien metros más adelante cuando brilló el siguiente relámpago. ¿Puede el lector imaginar un gigantesco banco de orduñar que marcha rápidamente por el campo? Tal fue la impresión que tuve en esos momentos. Súbitamente se apartaron los árboles del bosque que tenía delante, fueron arrancados y arrojados a cierta distancia, y después apareció otro enorme trípode que corría directamente hacia mí. Al ver el segundo monstruo perdí por completo el valor. Sin lanzar otra mirada desvié el caballo hacia la derecha y un momento después volcaba el coche. Las varas se rompieron ruidosamente y yo me vi arrojado hacia un charco lleno de agua. Salí del charco casi inmediatamente, y me quedé agazapado detrás de un matorral. El caballo yacía muerto, y a la luz de los relámpagos vi el coche volcado y la silueta de una rueda que giraba con lentitud. Un momento después pasó por mi lado el mecanismo colosal y siguió cuesta arriba en dirección a Peaford. Visto de más cerca, el artefacto resultaba increíblemente extraño, pues noté entonces que no era un simple aparato que marchaba a ciegas. Era, sí, una máquina, y resonaba metálicamente al avanzar, mientras que sus largos tentáculos flexibles, uno de los cuales hacía el tronco de un pino, se mecía a sus costados. Iba eligiendo su camino al avanzar, y el capuchón color de bronce que las remataba se volvía de un lado a otro como si fuera una cabeza que se volviera para mirar a su alrededor. Detrás del cuerpo principal había un objeto enorme de metal blanco, como un gigantesco canasto de pescador, y un humo verdoso salía de las uniones de los miembros al andar el monstruo. Un momento después desapareció de mi vista. Esto es lo que vi entonces, y fue todo muy vago e impreciso. Al pasar, lanzó un aullido ensortecedor que ahogó el retumbar de los truenos. Sonaba como un «¡Alú! ¡Alú!». Un momento más tarde estaba con su compañero, a media milla de distancia, y agachándose sobre algo que había en el campo. Estoy seguro de que ese objeto al que prestaron su atención era el tercero de los diez cilindros que dispararon contra nosotros desde Marte. Durante varios minutos estuve allí agazapado, observando a la luz intermitente de los relámpagos, aquellos seres monstruosos que se movían a distancia. Comenzaba a caer una llovizna fina, y debido a esto noté que sus figuras desaparecerían por momentos para reaparecer luego. De cuando en cuando cesaban los destellos en el cielo, y la noche volvía a tragarlos. Estaba yo completamente empapado, y pasó largo rato antes que mi asombro me permitiera reaccionar lo suficiente como para subir al terreno más alto y seco. No muy lejos de mí vi una choza rodeada por un huerto de patatas. Corrí hacia ella en busca de refugio y llamé a la puerta, mas no obtuve respuesta alguna. Desistí entonces, y aprovechando la zanja al costado del camino, logré alejarme sin que me vieran los monstruos y llegar al bosque de pinos. Protegido ya entre los árboles, continué andando en dirección a mi casa. Reinaba allí una oscuridad completa, pues los relámpagos eran ahora mucho menos frecuentes, y la lluvia, que caía a torrentes, formaba una cortina a mi alrededor. Si hubiera comprendido el significado de todo lo que acababa de ver, de inmediato me hubiese vuelto por Biford hasta St. Cobham, y de allí a Leatherhood, a unirme con mi esposa. Tenía la vaga idea de ir a mi casa, y eso fue todo lo que me interesó. Anduve a tropezones por entre los árboles, caí en una zanja y me golpeé contra las tablas para llegar finalmente al caminillo del College Arms. En medio de la oscuridad se tropezó conmigo un hombre y me hizo retroceder. El pobre individuo profirió un grito de terror, saltó hacia un costado y echó a correr antes que pudiera recobrarme yo lo suficiente y dirigirle la palabra. Tan fuerte era la tormenta que me costó muchísimo ascender la cuesta. Me acerqué a la cerca de la izquierda y fui agarrándome a los postes para poder subir poco a poco. Cerca de la cima tropecé con algo blando, y a la luz de un relámpago vi entre mis pies un trozo de género y un par de zapatos. Antes que pudiera percibir bien cómo estaba atendido el hombre, volvió a reinar la oscuridad. Me quedé parado sobre él esperando el relámpago siguiente. Cuando brilló la luz, vi que era un hombre fornido que vestía pobremente, tenía la cabeza doblada bajo el cuerpo y estaba atendido al lado de la cerca, como si hubiese sido arrojado hacia ella con tremenda violencia. Venciendo la repugnancia natural de quien no ha tocado nunca un cadáver, me agaché y le volví para tocarle el pecho. Estaba muerto. Aparentemente se había desnucado. No ardía nada en la ladera, aunque sobre el campo comunal se veía aún el resplandor rojizo y las espesas nubes de humo. Según vi a la luz de los relámpagos, la mayoría de las casas de los alrededores estaban intactas. Camino abajo en dirección al puente de Maybury, resonaban voces y pasos, mas no tuve el coraje de gritar para atraer la atención de lo que fuera. Entré a mi casa, eché la llave a la puerta y avancé tan valiante hasta el pie de la escalera, sentándome en el último escalón. No hacía más que pensar en los monstruos metálicos y el cadáver aplastado contra la cerca. Me acurruqué allí, con la espalda contra la pared, y me estremecí violentamente. CAPÍTULO NÚMERO 11 DESDE LA VENTANA Ya he aclarado que mis emociones suelen agotarse por sí solas. Al cabo de un tiempo descubrí que estaba mojado y sentía frío, mientras que a mis pies se habían formado charcos de agua. Me levanté casi mecánicamente, entré en el comedor para beber un poco de whisky, y después fui a cambiarme de ropa. Hecho esto, subí a mi estudio, aunque no sé por qué fui allí. Desde la ventana de esa estancia se divisa el campo comunal de Horser sobre los árboles y el ferrocarril. En el apresuramiento de nuestra partida la habíamos dejado abierta. Al llegar a la puerta me detuve y miré con atención la escena enmarcada en la abertura de la ventana. Había pasado la tormenta. No existían ya las torres del colegio oriental ni los pinos de su alrededor, y muy lejos, iluminado por un vívido resplandor rojizo, se veía perfectamente el campo que rodeaba los arenales. Sobre el fondo luminoso se veían moverse enormes formas negras, extrañas y grotescas. Parecía, en verdad, como si toda la región de aquel lado estuviera quemándose y las llamas se agitaban con las ráfagas del viento y proyectaban sus luces sobre las nubes. De cuando en cuando pasaba frente a la ventana una columna de humo que ocultaba a los marcianos. No pude ver lo que hacían ni divisarlos a ellos con claridad, como tampoco me fue posible reconocer los objetos negros con que trabajaban. Cerré la puerta con suavidad y avancé hacia la ventana. Al hacer esto, se amplió mi campo visual hasta que por un lado pude percibir las casas de Woking y del otro los bosques ennegrecidos de Bifle. Había una luz cerca del arco del ferrocarril y varias de las casas del camino de Maybury y de las calles próximas a la estación estaban completamente en ruinas. Al principio me intrigó lo que vi en los rieles, pues era un rectángulo negro y un resplandor muy vívido, así como también una hilera de rectángulos amarillentos. Después noté que era un tren volcado, cuya parte anterior estaba destrozada y era presa de las llamas, mientras que los vagones posteriores continuaban aún sobre las vías. Entre estos tres centros principales de luz, la casa, el tren y el campo incendiado en dirección a Chobham, se extendían trechos irregulares de lugares oscuros, interrumpidos aquí y allá por los rescordos de los presos aún humeantes. Al principio no pude ver a ningún ser humano, y aunque abusé la vista en todo momento, más tarde vi contra la luz de la estación Woking un número de figuras negras que corrían una tras otra. Y este era el pequeño mundo en el que había vivido tranquilamente durante años. Este caos de muerte y fuego. Aún ignoraba lo ocurrido en las últimas siete horas, y no conocía, aunque ya comenzaba a sospecharlo, qué relación había entre esos colosos mecánicos y los torpeceres que viera salir del cilindro. Con una extraña impresión de interés objetivo, volví mi sillón hacia la ventana. Tomé asiento y me puse a mirar hacia el exterior, fijándome especialmente en los tres gigantes negros que iban de un lado a otro entre el resplandor que iluminaban los arenales. Parecían estar notablemente ocupados, y me pregunté qué serían. ¿Mecanismos inteligentes? Me dije que tal cosa era imposible. ¿O habría un marciano dentro de cada uno o dirigiendo al gigante tal como el cerebro de un hombre dirige el cuerpo? Comencé a comparar los colosos con las máquinas construidas por los hombres, y me pregunté, por primera vez en mi vida, ¿qué parecerían a un animal nuestros acorazados o nuestras locomotoras? Ya se había aclarado el cielo al descargarse la tormenta y sobre el humo que se elevaba de la tierra ardiente podía verse el punto luminoso de Marte que declinaba hacia Occidente. En ese momento entró un soldado en mi jardín. Oí un ruido en la cerca, y saliendo de mi abstracción miré hacia abajo y le vi trepar sobre las tablas. Al ver a otro ser humano salí de mi letargo y me incliné sobre el alféizar. —¡Oiga! —llamé en voz baja. El otro se detuvo sobre la cerca, luego pasó al jardín y cruzó hacia la casa. —¿Quién es? —dijo entonoquedo y miró hacia la ventana. —¿Dónde va usted? —le pregunté. —Solo Dios lo sabe. —¿Quiere esconderse? —Así es. —Entre entonces —le dije. Bajé, abrí la puerta, le hice pasar y volví a echar la llave. No pude verle la cara, no llevaba gorra y tenía la chaqueta abierta. —¡Dios mío! —exclamó al entrar. —¿Qué pasó? —Pregúnteme qué es lo que no pasó —dijo, y vi en la penumbra que hacía un gesto de desesperación. —¡Nos barrieron por completo! Repitió esta última frase una y otra vez. Me siguió luego hacia el comedor. —Tome un poco de whisky —le dije sirviéndole una copa llena. La bebió de un sorbo y se sentó en la mesa. Poniendo la cabeza sobre los brazos, rompió a llorar como un niño, mientras que yo, olvidando mi desesperación reciente, se miraba sorprendido. Pasó largo rato antes que pudiera calmar sus nervios y responder a mis preguntas, y entonces me contestó de manera entrecortada y en tono perplejo. Era artillero, y había entrado en acción a eso de las siete. A esa hora ya se efectuaban disparos en el campo comunal, y decíase que el primer grupo de marcianos se arrastraba lentamente hacia el segundo cilindro protegiéndose bajo un caparazón de metal. Algo más tarde, el caparazón se paró sobre sus patas de manera de trípode y convirtióse en la primera de las máquinas que viera yo. El cañón que servía el soldado quedó ubicado cerca de Horselt, a fin de dominar con él los arenales, y su llegada había precipitado los acontecimientos. Cuando los artilleros se disponían a entrar en funciones, su caballo metió una pata en una conejera y lo arrojó a una depresión del terreno. Al mismo tiempo estalló el cañón a sus espaldas, volaron las municiones y le rodeó el fuego, mientras que él se encontró tendido bajo un montón de hombres y caballos muertos. —Me quedé quieto —manifestó. —El miedo me había atontado y tenía encima el cuarto delantero de un caballo. Nos habían barrido por completo. El olor, Dios mío, era como de carne asada. La caída me lastimó la espalda y tuve que quedarme tendido hasta que se me pasó el dolor. Un momento antes habíamos estado como en un desfile, y de pronto se fue todo al demonio. Habías escondido debajo del caballo muerto durante largo tiempo, espiando de cuando en cuando. Los soldados del cuerpo de Cardigan habían intentado efectuar una avanzada información de Escaramuza, pero fueron exterminados todos desde el pozo. Luego se levantó el monstruo y comenzó a caminar lentamente de un lado a otro del campo comunal, entre los pocos supervivientes, dando vuelta el capuchón tal como si fuera la cabeza de un ser humano. En uno de sus tentáculos metálicos llevaba un complicado aparato del que salían destellos verdosos y por cuyo tubo proyectaba el rayo calórico. Según me contó el soldado, en pocos minutos no quedó un alma viviente en el campo, y todos los matorrales y árboles que no estaban ya quemados se convirtieron en una pira ardiente. Los úsares se hallaban tras una curva del camino y no los vio. Proyectó su rayo calórico y la aldea se convirtió en un montón de ruinas llameantes. Oyó durante un rato el tableteo de las ametralladoras, pero luego cesaron los disparos. El gigante dejó para el final la estación walking y las casas que la rodeaban. Entonces, proyectó su rayo calórico y la aldea se convirtió en un montón de ruinas llameantes. Después dio la espalda al artillero y se fue hacia el bosque de pinos en que se hallaba el segundo cilindro. Un segundo gigante salió entonces del pozo y siguió al primero. El artillero se arrastró por los bresos calientes en dirección a Horselt, logró llegar con vida hasta la zanja que bordea el camino y así consiguió escapar del walking. Me explicó que allí quedaban algunos hombres con vida, muchos de ellos con quemaduras y todos aterrorizados. El fuego le obligó a dar un rodeo y tuvo que esconderse entre los restos acalentados de una pared al volver uno de los marcianos. Vio que el monstruo perseguía a un hombre, lo tomaba con uno de sus tentáculos metálicos y le destrozaba la cabeza contra un árbol. Al fin, después que cayó la noche, el artillero echó a correr y pudo cruzar el terraplén ferroviario. Desde entonces estuvo caminando hacia Maybury, con la esperanza de escapar del peligro y dirigirse a Londres. La gente se ocultaba en zanjas y sótanos y muchos de los sobrevivientes habían seguido a Woking y Senn. La sed le hizo sufrir mucho hasta que halló un caño de agua corriente que estaba roto y del cual salía el líquido como de un manantial. Esto fue lo que me contó de manera fragmentaria. El artillero se calmó gradualmente mientras me relataba sus aventuras. No había comido nada desde mediodía, de modo que fui a buscar un poco de carne y pan a la lacena y puse todo sobre la mesa. No encendimos luz por temor de atraer a los marcianos, de modo que tuvimos que comer a oscuras. Mientras hablaba él, comenzaron a disiparse las sombras y poco a poco pudimos distinguir los cepos pisoteados y los rosales en ruinas del jardín. Parecía que un número de hombres o animales había cruzado el lugar a la carrera. Me fue posible ya ver el rostro ennegrecido y macilento de mi compañero. Cuando terminamos de comer subimos a mi estudio y de nuevo miré yo por la ventana. En una noche se había convertido el valle en un campo de cenizas. Ya no ardían tanto los fuegos. Donde antes habían llamas ahora se veían columnas de humo, pero las innumerables ruinas de casas destruidas y árboles arrancados y consumidos por las llamas, que antes estuvieron ocultos por las sombras de la noche, ahora mostrabanse con aspecto terrible a la luz cruel del amanecer. No obstante, aquí y allá veíase algo que había escapado de la destrucción. Una señal ferroviaria por aquí, el extremo de un invernadero por allá y algunas otras cosas. Jamás en la historia de la guerra habías efectuado destrucción semejante, y brillando a la luz creciente del oriente, vi a tres de los gigantes metálicos parados cerca del pozo, con sus capuchones rotando como si inspeccionaran la desolación de que fueran causa. Me pareció que el pozo se había agrandado, y a cada momento salía del interior una nube de vapor verdoso que se elevaba hacia el cielo. Más allá se destacaban las llamaradas procedentes de Chopin, que, con las primeras luces del alba, se convirtieron en grandes nubes de humo teñidas de rojo.