The narrator and the gunner leave the house and decide to go separate ways. The narrator plans to return to Leatherhead with his wife and leave the country, while the gunner intends to join his artillery unit in London. They encounter soldiers who are unaware of the Martians' destructive power. The narrator tries to warn the people they meet along the way about the impending danger. They arrive in Weybridge, where there is chaos and confusion as people try to flee. They continue towards Shepparton, where they find a crowded crowd of refugees waiting to cross the river. The narrator observes that people underestimate the Martians and believe they can be defeated.
LA GUERRA DE LOS MUNDOS CAPĂŤTULO NĂšMERO 12 LA DESTRUCCIĂ“N DE WEYBRIDGE Y SHEPHERDSTON Al acrecentarse la luz del dĂa, nos alejamos de la ventana desde la que habĂamos observado los marcianos y descendimos a la planta baja. El artillero concordĂł conmigo que no era conveniente permanecer en la casa. TenĂa pensado seguir viaje hacia Londres y unirse de nuevo a su baterĂa, que era el nĂşmero 12 de la artillerĂa montada. Por mi parte, yo me proponĂa regresar de inmediato a Leatherhead, y tanto me habĂa impresionado el poder destructivo de los marcianos, que decidĂ llevar a mi esposa a New Haven y salir con ella del paĂs.
Ya me daba cuenta de que la regiĂłn cercana a Londres debĂa ser, por fuerza, el escenario de una guerra desastrosa antes de que se pudiera terminar con los monstruos. Pero entre nosotros y Leatherhead se hallaba el tercer cilindro con los gigantes que lo guardaban. De haber estado solo creo que hubiera corrido el riesgo de cruzar por allĂ, pero el artillero me disuadiĂł. —No estarĂa bien que dejara viuda a su esposa, me dijo. Al fin accedĂ a ir con Ă©l por entre los bosques hasta Streetshopham, donde nos separarĂamos.
Desde allĂ tratarĂa yo de dar un rodeo por Epsom hasta llegar a Leatherhead. DebĂa haber partido enseguida, pero mi compañero era hombre ducho en esas cosas y me hizo buscar un frasco que llenĂł de whisky. DespuĂ©s nos llenamos los bolsillos con bizcochos y trozos de carne. Salimos al fin de la casa y corrimos lo más rápidamente posible por todo el camino por el que viniera yo durante la noche. Las casas parecĂan abandonadas. En el camino vimos tres cadáveres carbonizados por el rayo calĂłrico, y aquĂ y allá encontramos cosas que habĂan dejado caer la gente en su vida, un reloj, una chinela, una cuchara de plata y otros objetos por el estilo.
En la esquina del correo habĂa un carrito con unas ruedas rotas y cargado de cajas y muebles, excepciĂłn ella del orfanato que todavĂa estaba quemándose. Ninguna de las casas habĂa sufrido mucho en esa parte. El rayo calĂłrico habĂa tocado la parte superior de las chimeneas y pasado de largo. Pero, salvo nosotros, no parecĂa haber un alma viviente en Maybury Hill. La mayorĂa de los habitantes habĂa huido o estaban ocultos. Descendimos por el sendero, pasando junto al cuerpo del hombre vestido de negro y empapado ahora a causa de la lluvia de la noche.
Al fin entramos en el bosque al pie de la cuesta. Por ahĂ avanzamos hasta el ferrocarril sin encontrar a nadie. El bosque del otro lado de los rieles estaba en ruinas. La mayorĂa de los árboles habĂan caĂdo, aunque aĂşn quedaban algunos que elevaban hacia los cielos sus troncos desnudos y ennegrecidos. Por nuestro lado el fuego no habĂa hecho más que chamuscar los árboles más prĂłximos sin extenderse mucho. En un sitio vimos que los leñadores habĂan estado trabajando el sábado.
En un claro habĂa troncos aserrados formando pilas, asĂ como tambiĂ©n una sierra con su máquina de vapor. No muy lejos se veĂa una chosa improvisada. No soplaba viento aquella mañana y reinaba un silencio extraordinario. Hasta los pájaros callaban, y nosotros, al avanzar, hablábamos en voz muy baja, mirando a cada momento sobre nuestros hombros. Una o dos veces nos detuvimos para escuchar. Al cabo de un tiempo nos acercamos al camino y oĂmos ruidos de cascos. Vimos entonces por entre los árboles a tres soldados de caballerĂa que cabalgaban lentamente hacia Woking.
Los llamamos y se detuvieron para esperarnos. Era un teniente y dos reclutas del octavo de Ăšsares que llevaban un heliĂłgrafo. —Son ustedes los primeros hombres que vemos por aquĂ esta mañana —expresĂł el teniente. —¿QuĂ© pasa? Su voz y su expresiĂłn denotaban entusiasmo. Los dos soldados miraban con curiosidad. El artillero saltĂł al camino y se cuadrĂł militarmente. —Anoche quedĂł destruido nuestro cañón, señor. Yo me estuve ocultando y ahora iba en busca de mi baterĂa. Creo que avistará a los marcianos a media milla de aquĂ.
—¿QuĂ© aspecto tienen? inquiriĂł el teniente. —Son gigantes con armadura, señor. Miden treinta metros. Tienen tres patas y un cuerpo como de aluminio, con una gran cabeza cubierta por una especie de capuchĂłn. —¡Vamos, vamos! —exclamĂł el oficial. —¡QuĂ© tonterĂa! —Ya verá usted, señor. Lleva una caja que dispara fuego y mata a todo el mundo. —¿Un arma de fuego? —¡No, señor! —repuso el artillero, y describiĂł vĂvidamente el rayo calĂłrico. El teniente le interrumpiĂł en mitad de su explicaciĂłn y me dirigiĂł una mirada.
Yo me hallaba todavĂa a un costado del camino. —¿Lo vio usted? —me preguntĂł el oficial. —Es la verdad —contestĂ©. —Bien, supongo que tambiĂ©n tendrĂ© que verlo yo. —volviĂłse hacia el artillero. —Nosotros tenemos orden de hacer salir a la gente de sus casas. Siga usted su camino y presĂ©ntese al brigadier general Mervyn. DĂgale a Ă©l todo lo que sabe. —Está en Weybridge. —¿Conoce el camino? —Lo conozco yo —intervine. Él volviĂł de nuevo su caballo hacia el sur.
—¿Media milla, dijo? —preguntĂł. —Más o menos —le indiquĂ© hacia el sur con la mano. Él me dio las gracias, partiĂł con sus soldados, y no volvimos a verlos más. Algo más adelante nos encontramos en el camino con un grupo de tres mujeres y dos niños que estaban desocupando una casucha. HabĂan se provisto de un carrito de mano y lo cargaban con toda clase de atados y muebles viejos. Estaban demasiado atareados para dirigirnos la palabra cuando pasamos nosotros.
Cerca de la estaciĂłn Weybridge salimos de entre los pinos y vimos que reinaba la calma en la campiña. Estábamos muy lejos del alcance del rayo calĂłrico y de no haber sido por las casas abandonadas y el grupo de soldados de pie en el puente ferroviario, el dĂa nos habrĂa parecido como cualquier otro domingo. Varios carros avanzaban rechinantes por el camino de Adelson, y de pronto vimos por un portĂłn que daba a un campo seis cañones de doce libras situados a igual distancia uno de otro y apuntando hacia Watling.
Los artilleros estaban esperando junto a los cañones, y los carros de municiones se hallaban a poca distancia de ellos. —AsĂ me gusta —dije—. Por lo menos harán blanco una vez. El artillero se parĂł un momento junto al portĂłn. —SeguirĂ© viaje —dijo. Más adelante, en camino hacia Weybridge y al otro lado del puente, habĂa un nĂşmero de reclutas que estaban haciendo un largo terraplĂ©n tras el cual vimos más cañones. En Bifred reinaba el mayor desorden. La gente empacaba sus efectos y una veintena de Ăşceres, algunos desmontados y otros a caballo, llamaban a las puertas para advertir a todos que desocuparan sus casas.
En la calle de la villa estaban cargando tres o cuatro carretones del gobierno y un viejo Ăłmnibus, asĂ como tambiĂ©n otros vehĂculos. HabĂa mucha gente, y la mayor parte vestĂa sus ropas domingueras. A los soldados les costaba mucho hacerles comprender la gravedad de la situaciĂłn. Vimos a un anciano con una enorme caja y una veintena o más de tiestos de orquĂdeas. El viejo reñĂa al cabo que se negaba a cargar sus tesoros. Yo me detuve y le tomĂ© del brazo.
—¿Sabe lo que hay allá? —le dije indicando hacia los pinos que ocultaban a los marcianos. —La muerte —le gritĂ©. —¡Llega la muerte! ¡La muerte! Y dejándole que lo entendiera, si le era posible, seguĂ tras el artillero. Al llegar a la esquina volvĂ la cabeza. El soldado habĂa se apartado y el anciano seguĂa junto a sus orquĂdeas, mientras que miraba perplejo hacia los árboles. En Welbridge nadie pudo decirnos dĂłnde estaba el cuartel general. En el pueblo reinaba la mayor confusiĂłn.
Por todas partes se veĂan vehĂculos de los más variados. Los habitantes del lugar empacaban sus cosas con la ayuda de la gente del rĂo. Mientras tanto, el vicario celebraba una misa temprana y su campana se hacĂa oĂr a cada momento. El artillero y yo nos sentamos junto a la fuente y comimos lo que llevábamos encima. Patrullas de granaderos vestidos de blanco advertĂan al pueblo que se fueran o se refugiaran en sus sĂłtanos tan pronto como comenzaran los disparos.
Al cruzar el puente ferroviario vimos que se habĂan reunido gran cantidad de personas en la estaciĂłn y sus alrededores, y el andĂ©n estaba atestado de cajas y paquetes. Creo que se habĂa detenido el tránsito ordinario de trenes para dar paso a las tropas y cañones de Chersey. DespuĂ©s me enterĂ© que se librĂł una verdadera batalla para conseguir entrar en los trenes especiales que salieron algo más tarde. Nos quedamos en Weybridge hasta el mediodĂa y a esa hora nos encontramos en el lugar prĂłximo a Shepparton Lock, donde se unen el Wey y el Thomasis.
Parte del tiempo lo pasamos ayudando a dos ancianas a cargar un carro de mano. La desembocadura del Wey es triple, y en ese punto se pueden alquilar embarcaciones. Además, habĂa un transbordador al otro lado del rĂo. Sobre la margen que da a Shepparton habĂa una posada y algo más allá se elevaba la torre de la iglesia de Shepparton. AllĂ encontramos una ruidosa multitud de fugitivos. La huida no se habĂa convertido todavĂa en pánico, pero vimos ya muchas más gente de la que podĂa cruzar en las embarcaciones.
Muchos llegaban cargados con pesados fardos. Hasta vimos a un matrimonio llevando entre ambos la puerta de un excursado en la que habĂan apilado sus posesiones. Un hombre nos dijo que pensaba irse desde la estaciĂłn Shepparton. HuĂanse muchos gritos y algunos hasta bromeaban. Todos parecĂan tener la idea de que los marcianos eran simplemente seres humanos formidables que podrĂan atacar y saquear la poblaciĂłn, pero que al fin serĂan exterminados. A cada momento miraban algunos hacia la campiña de Chertsey, pero por ese lado reinaba la calma.
Al otro lado del Támesis, excepto en los lugares donde llegaban las embarcaciones, todo estaba tranquilo, lo cual contrastaba con la margen de Surrey. Los que desembarcaban allĂ se iban andando por el camino. El transbordador acababa de hacer uno de sus viajes. Tres soldados se hallaban en el prado bromeando con los fugitivos sin ofrecerles la menor ayuda. La hosterĂa estaba cerrada debido a la hora. —¿QuĂ© es eso? —gritĂł de pronto un botero. En ese momento se repitiĂł el sonido procedente de Chertsey.
Era el estampido lejano de un cañonazo. Comenzaba la lucha. Casi inmediatamente empezaron a disparar una tras otra las baterĂas ocultas detrás de los árboles. Una mujer lanzĂł un grito y todos se inmovilizaron ante la iniciaciĂłn de las hostilidades. No se veĂa nada, salvo la campiña y las vacas que pastaban en las cercanĂas. —Los soldados los detendrán —expresĂł en tono dubitativo una mujer que se hallaba prĂłxima a mĂ. Sobre los árboles se elevaba una especie de neblina.
De pronto vimos una gran columna de humo hacia la parte superior del rĂo e inmediatamente temblĂł el suelo a nuestros pies y se oyĂł una terrible explosiĂłn, cuyas vibraciones hicieron añicos dos o tres ventanas de las casas vecinas. —¡AhĂ están! —gritĂł un hombre de azul. —¡Allá! ¡¿No los ven?! Aparecieron uno tras otro cuatro marcianos con sus armaduras al otro lado de los árboles que bordeaban el prado de Chertsey. Iban caminando rápidamente hacia el rĂo. Al principio parecĂan figuras pequeñas que avanzaban con paso bambuleante y tan raudo como el vuelo de un pájaro.
Luego apareciĂł el quinto, que avanzaba en lĂnea oblicua hacia nosotros. Sus gigantescos cuerpos relucĂan a la luz del sol al avanzar hacia los cañones, tornándose cada vez más grandes a medida que se aproximaban. El más lejano blandĂa una enorme caja, y el espantoso rayo calĂłrico que ya vi era yo en acciĂłn el viernes por la noche, partiĂł hacia Chertsey y dio de lleno en la villa. Al ver aquellas criaturas extrañas y terribles, la multitud que se encontraba a orillas del agua quedĂłse paralizada de horror.
Por un momento reinĂł el silencio. DespuĂ©s se oyĂł un ronco murmullo y un movimiento de pies, asĂ como un chapoteo en el agua. Un hombre, demasiado asustado para soltar el bulto que llevaba, se volviĂł y me hizo temblar al golpearme con su carga. Una mujer me dio un empellĂłn y pasĂł corriendo por mi lado. Yo tambiĂ©n me volvĂ con todos, mas no era tan grande mi terror como para impedirme pensar. TenĂa en cuenta el mortĂfero rayo calĂłrico.
La soluciĂłn era meterse bajo el agua. —¡Al agua! —gritĂ© sin que me prestaran atenciĂłn. Me volvĂ de nuevo y echĂ© a correr hacia el marciano que se aproximaba y me arrojĂ© al agua. Otros hicieron lo mismo. Todo el pasaje de una embarcaciĂłn que volvĂa saltĂł hacia nosotros cuando pasĂ© yo corriendo. Las piedras a mis pies eran muy resbaladizas y el rĂo estaba tan bajo que corrĂ por espacios de seis metros sin hundirme más que hasta la cintura.
Luego, cuando el marciano se hallaba apenas a doscientos metros de distancia, me introduje bajo la superficie. En mis oĂdos resonaron como truenos los chapoteos de los otros que se lanzaron al rĂo desde ambas orillas. Pero el monstruo marciano nos prestĂł entonces tanta atenciĂłn como la que hubiera adorgado un hombre a las hormigas del hormiguero cuyo pie ha destrozado. Cuando volvĂ a sacar la cabeza del agua, el capuchĂłn del gigante mecánico apuntaba hacia las baterĂas, que continuaban haciendo fuego desde el otro lado del rĂo, y al avanzar puso en funcionamiento lo que debe haber sido el generador del rayo calĂłrico.
Un momento despuĂ©s estaba en la orilla y de un paso salvĂł la mitad de la anchura del rĂo. Las rodillas de sus dos patas delanteras se doblaron en la otra margen y despuĂ©s se volviĂł a erguir en toda su estatura cerca ya de la villa de Shepperton. Entonces dispararon simultáneamente los seis cañones que estaban ocultos tras los Ăşltimos edificios de la aldea. Las sĂşbitas detonaciones casi paralizaron mi corazĂłn. El monstruo levantaba ya la caja del rayo calĂłrico cuando la primera granada estallĂł seis metros más arriba del capuchĂłn.
LancĂ© un grito de asombro. Vi a los otros marcianos, mas no les prestĂ© atenciĂłn. Lo que me interesaba era el incidente más prĂłximo. Simultáneamente estallaron otras dos granadas cerca del cuerpo en el momento en el que el capuchĂłn se volvĂa para ver la cuarta granada. El proyectil hizo explosiĂłn en la misma cara del monstruo. El capuchĂłn pareciĂł hincharse y volĂł en numerosos fragmentos de carne roja y metal reluciente. —¡Hizo blanco! —gritĂ© yo con entusiasmo. OĂ los gritos de jĂşbilo de los que me rodeaban, y en ese momento hubiera saltado del agua a causa de la alegrĂa.
El coloso decapitado se tambaleĂł como un gigante ebrio, mas no cayĂł. Por milagro recobrĂł el equilibrio y, sin saber ya para dĂłnde iba, avanzĂł rápidamente hacia Shepperton con la caja del rayo calĂłrico sostenida en lo alto. La inteligencia viviente, el marciano que ocupaba el capuchĂłn, estaba muerto y hecho trizas, y el monstruo no era ahora más que un complicado aparato de metal que iba hacia su destrucciĂłn. AdelantĂłse en lĂneas rectas incapaz de guiarse, tropezĂł con la torre de la iglesia, derribándola con la fuerza de su impulso, se desviĂł a un costado, siguiĂł andando y cayĂł, al fin, con tremendo estrĂ©pito en las aguas del rĂo.
Una violenta explosiĂłn hizo temblar la tierra, y un manantial de agua, vapor, barro y metal destrozado volĂł hacia el cielo. Al caer en el rĂo la caja del rayo calĂłrico, el agua habĂa se convertido enseguida en vapor. Un momento despuĂ©s, avanzĂł rĂo arriba una tremenda ola de agua casi hirviente, y a la gente que trataba de alcanzar la costa, y oĂ sus gritos por el tremendo ruido causado por la caĂda del marciano. Por un instante, no prestĂ© atenciĂłn al agua caliente, y olvidĂ© que debĂa tratar de salvarme.
AvancĂ© a saltos por el rĂo, apartando de mi paso a un hombre, y lleguĂ© hasta la curva. Desde allĂ vi una docena de botes abandonados que se emecian violentamente sobre las olas. El marciano yacĂa de travĂ©s en el rĂo, y estaba sumergido casi por entero. Espesas nubes de vapor se levantaban de los restos, y por entre ellas pude ver vagamente las piernas gigantescas que golpeaban el agua y hacĂan volar el barro por el aire. Los tentáculos se movĂan y golpeaban como brazos de un ser viviente, y salvo por lo incierto de estos movimientos, era como si un ser herido se debatiera entre las olas esforzándose por salvar su vida.
Enormes cantidades de un fluido color castaño salĂan a chorros de la máquina. DesviĂł entonces mi atenciĂłn un sonido agudo semejante al de una sirena. Un hombre que se hallaba cerca me gritĂł algo y señalĂł con la mano. Al mirar hacia atrás, vi a los otros marcianos que avanzaban con trancos gigantescos por toda la orilla del rĂo desde la adhecciĂłn de Chelsea. Los cañones de Shepperton volvieron a funcionar, pero esta vez sin hacer ningĂşn blanco. Al ver esto, volvĂ a meterme de nuevo en el agua, y conteniendo la respiraciĂłn lo más que pude, avancĂ© por debajo de la superficie hasta que ya no pude más.
El agua se agitaba a mi alrededor y cada vez se tornaba más y más caliente. Cuando levantĂ© la cabeza para poder respirar y me quitĂ© el agua y los cabellos de los ojos, el vapor se elevaba como una niebla blanca que ocultĂł al principio a los marcianos. El ruido era ensordecedor. DespuĂ©s los vi vagamente. Eran colosales figuras grises, magnificadas por la neblina. HabĂan pasado junto a mĂ y dos de ellos estaban agachando junto a los restos de su compañero.
El tercero y el cuarto se hallaban parados junto a ellos en el agua, uno a doscientos metros de donde estaba yo y el otro hacia Leidaham. Levantaban los generadores del rayo calĂłrico y barrĂan con Ă©l los alrededores. Todo a mi alrededor reinaba un desorden de ruidos ensordecedores. El metálico son de los marcianos, el estrĂ©pito de casas que caĂan, el golpe sordo de los árboles al dar en tierra y el crujir y bramar de las llamas. Un humo negro muy denso se mezclaba ahora con el vapor procedente del rĂo, y al moverse el rayo calĂłrico sobre Nebridge, su paso era marcado por relámpagos de luz blanca que dejaban una estela de llamaradas.
Las casas más prĂłximas seguĂan aĂşn intactas, aguardando su fin, mientras que el fuego se paseaba tras ellas de un lado a otro. Por unos minutos me quedĂ© allĂ, con el agua casi hirviente hasta la altura del pecho, azurdido por mi situaciĂłn y sin esperanzas de poder salvarme. Vi a la gente que salĂa del agua por entre los cañaverales como ranas que escaparan ante el avance del hombre. Y de pronto, saltĂł hacia mĂ el resplandor del rayo calĂłrico.
Las casas se desplomaban al disolverse bajo sus efectos, los árboles se incendiaban instantáneamente. CorriĂł de un lado a otro por el caminillo, tocando a los fugitivos y llegando al borde del agua, a menos de cincuenta metros de donde me hallaba yo. CruzĂł el rĂo hacia Shepperton y el agua se elevĂł en una columna de vapor ante su paso. Yo me volvĂ hacia la costa. Un momento más y una ola enorme de agua en ebulliciĂłn corriĂł hacia mĂ.
LancĂ© un grito de dolor y, escaldado, medio ciego y aturdido, avancĂ© tambaleándome por el hirviente lĂquido para ir a la orilla. De haber tropezado, hubiera muerto allĂ mismo. Casi indefenso, a la vista de los marcianos, sobre el cabo desnudo que indica la uniĂłn del Huey y el Támesis, sĂłlo esperaba la muerte. Tengo el recuerdo vago de que el pie de un marciano se asentĂł a una veintena de metros de mi cabeza, clavándose en la arena, girando hacia uno y otro lado y levantándose de nuevo.
Hubo un lapso de suspenso. DespuĂ©s cargaron los cuatro los restos de su camarada y se alejaron al fin por entre el humo para perderse en la distancia. Entonces, poco a poco, me fui dando cuenta de que habĂa escapado por milagro. CapĂtulo nĂşmero 13 MI ENCUENTRO CON EL CURA DespuĂ©s de esta sĂşbita lecciĂłn sobre el poder de las armas terrestres, los marcianos se retiraron a su posiciĂłn original del campo comunal de Horsfield, y en su apresuramiento, y cargados como iban con los restos de su compañero, dejaron de ver a muchos hombres que se encontraban en la misma situaciĂłn que yo.
Si hubieran dejado al gigante destruido y continuado hacia adelante, no habrĂan encontrado entonces nada que les impidiera llegar hasta Londres, y es seguro que hubiesen llegado a la capital mucho antes que se enteraran de su proximidad. Su ataque habrĂa sido tan sĂşbito y destructivo como lo fue el terremoto que asolĂł Lisboa hace ya un siglo. Mas no tenĂan prisa. Un cilindro seguĂa otro en su viaje interplanetario. Cada 24 horas se recibĂan refuerzos. Y mientras tanto, las autoridades militares y navales, conocedoras ya del terrible poder de sus enemigos, trabajaban con furiosa energĂa.
Cada minuto se instalaba un nuevo cañón, hasta que antes de la anochecer habĂa uno detrás de cada seto, de cada fila de casas, de cada loma entre Kingston y Richmond. Y en toda la extensiĂłn de la desolada área de veinte millas cuadradas que rodeaba el campamento marciano de Horsfield, se arrastraban los exploradores con los heliĂłgrafos, que habrĂan de advertir a los artilleros la llegada del enemigo. Pero los marcianos comprendĂan ahora que tenĂamos un arma potente y que era peligroso acercarse a los humanos, y ni un solo hombre se aventurĂł a menos de una milla de los cilindros sin pagar su osadĂa con la vida.
Parece que los gigantes pasaron la primera parte de la tarde yendo y viniendo de un lado a otro para trasladar toda la carga del segundo y el tercer cilindro, que estaban en Adelson y en Pitford, a su pozo original de Horsfield. AllĂ, sobre los bresos ennegrecidos y los edificios en ruinas, se hallaba un sendinera de guardia, mientras que los demás abandonaron sus enormes máquinas guerreras para descender al pozo. AllĂ estuvieron trabajando hasta muy entrada la noche, y la densa columna de humo verde que se levantaba del lugar pudo ser vista desde las colinas de Merrow y aĂşn desde Bansad y Epsom Downs.
Y mientras los marcianos a mi espalda se preparaban asĂ para su prĂłximo ataque, y frente a mĂ se prestaba la humanidad para la defensa, fui avanzando con gran trabajo en direcciĂłn a Londres. Vi un botecillo abandonado que iba sin rumbo corriente abajo, me quitĂ© casi todas mis ropas, alcancĂ© la embarcaciĂłn y logrĂ© alejarme de esa manera. No tenĂa remos, pero logrĂ© hacer avanzar el bote con las manos, poniendo rumbo a Haliford y Walton. Este trabajo me resultaba muy tedioso y constantemente miraba hacia atrás.
SeguĂ rĂo abajo porque considerĂ© que el agua me brindarĂa la Ăşnica oportunidad de salvarme si volvĂ a los gigantes. El agua caliente corriĂł conmigo rĂo abajo, de modo que por espacio de una milla apenas si pude ver la costa. A pesar de todo, una vez alcancĂ© a divisar una fila de figuras negras que cruzaban corriendo la campiña desde Weybridge. Al parecer Haliford estaba desierto y varias de las casas que daban al rĂo eran presas de las llamas.
Poco más adelante, los cañaverales de la costa humeaban y ardĂan y una lĂnea de fuego avanzaba por un campo de heno. Durante el largo tiempo me dejĂ© llevar por la corriente, pues no me fue posible hacer esfuerzo alguno a causa del agotamiento que me dominaba. Luego me embargĂł de nuevo el temor y renovĂ© la tarea de impulsar el bote con las manos. El sol me quemaba la espalda desnuda. Al fin, cuando avistĂ© el puente de Walton al otro lado de la curva, quedĂ© completamente exhausto y desembarquĂ© en la orilla de Middlesex, tendiĂ©ndome entre las altas siervas.
Creo que serĂan las cuatro o las cinco de la tarde. Me levantĂ© al fin y caminĂ© por espacio de media milla sin encontrar a nadie y me tendĂ de nuevo a la sombra de un ceto. Creo recordar que durante esa caminata estuve hablando conmigo mismo sin saber quĂ© decĂa. TambiĂ©n sentĂa mucha sed y lamentĂ© no haber bebido más agua. Lo curioso es que me sentĂ furioso contra mi esposa. No sĂ© por quĂ©, pero mi impotente deseo de llegar a Leatherhead me preocupaba en exceso.
No recuerdo claramente la llegada del cura. Quizá me quedĂ© dormido. Lo que sĂ© es que le vi allĂ sentado con la vista fija en los resplandores que iluminaban el cielo. Me sentĂ© y mi movimiento atrajo su atenciĂłn. —Tiene agua, le preguntĂ©. NegĂł con la cabeza. —Hace una hora que pide usted agua, me dijo. Por un momento guardamos silencio mientras nos contemplábamos. Me figuro que habrá visto en mĂ a un ser muy extraño. No tenĂa otra ropa que los pantalones y calcetines.
Mi espalda estaba enrojecida por el sol y mi cara ennegrecida por el humo. Él, por su parte, parecĂa un hombre de carácter muy dĂ©bil, a juzgar por su barbilla hundida y sus ojos de un azul pálido, incapaces de mirar de frente. HablĂł de pronto volviendo la vista hacia otro lado. —¿QuĂ© significa esto? —dijo. —¿QuĂ© significa? Le mirĂ© sin responderle. Él extendiĂł una mano blanca y delgada y dijo en tono quejoso. —¿Por quĂ© se permiten estas cosas? ÂżQuĂ© pecado os hemos cometido? HabĂa terminado el servicio de la mañana e iba yo caminando por el camino para aclararme las ideas, cuando ocurriĂł todo esto, fuego, terremoto, muerte, como si estuviĂ©ramos en Sodoma y Gomorra, deshechas todas nuestras obras.
¿Qué son estos marcianos? —¿Qué somos nosotros? —repliqué aclarándome la garganta. Él se tomó las rodillas con las manos y volvióse para mirarme de nuevo. Durante medio minuto nos contemplamos en silencio. —Iba caminando para aclarar mis ideas —dijo. —De pronto, fuego, terremoto, muerte —volvió a callar, bajando la cabeza casi hasta las rodillas. Poco después agitó una mano. —¡Todas las obras! ¡Las escuelas dominicales! ¡¿Qué hemos hecho?! ¡¿Qué hizo Weybridge?! ¡Todo destruido! ¡La iglesia, la reconstruimos hace apenas tres años! ¡Desaparecida, aplastada! ¿Por qué? —Otra pausa y volvió a hablar como si hubiera enloquecido.
—¡El humo de su fuego se eleva por siempre jamás! —gritĂł. Refugieron sus ojos y señalĂł hacia Weybridge con el dedo. —Para ese entonces ya me habĂa dado cuenta de lo que ocurrĂa. Evidentemente era un fugitivo de Weybridge, y la tremenda tragedia en la que se viera envuelto habĂa deprivado en parte de la razĂłn. —¿Estamos lejos de Sunbury? —le preguntĂ© en el tono más natural posible. —¿QuĂ© podemos hacer? —dijo Ă©l. —¡Están en todas partes esos monstruos! ¡Es que la tierra les pertenece ahora! —Las cosas han cambiado —le dije en tono sereno—.
¡No debemos perder la cabeza! ¡TodavĂa quedan esperanzas! ¡Esperanzas! ¡SĂ, y muchas! A pesar de toda esta destrucciĂłn, comencĂ© a explicarle mi punto de vista respecto a nuestra situaciĂłn. Al principio me escuchĂł, mas a medida que yo continuaba, sus ojos volvieron a tornarse opacos y apartĂł la vista. —Esto debe ser el principio del fin —dijo interrumpiĂ©ndome— ¡el fin! ¡El dĂa terrible del Señor! Cuando los hombres pidan a las montañas y las rocas que les caigan encima y les oculten para no ver el rostro de Él que estará sentado sobre su trono.
Cese entonces en mis laboriosos razonamientos. Me puse de pie y, parado junto a Ă©l, le apoyĂ© una mano sobre el hombro. —¡Sea hombre! —le dije. El miedo le hace desvariar. —¿De quĂ© sirve la religiĂłn si deja de existir ante las calamidades? —Piensa en lo que ya hicieron a los hombres los terremotos, inundaciones, guerras y volcanes. ÂżCreĂa usted que Dios habĂa exceptuado a Weybridge? ¡Vamos, hombre! ¡Dios no es un agente de seguros! Por un rato estuvimos callados.
—¡Pero cĂłmo podemos escapar! —me preguntĂł Ă©l de pronto. —¡Son invulnerables! ¡No conocen la piedad! —¡Ni lo uno ni quizás lo otro! —repuse. —Y cuanto más poderosos sean, más sensatos y precavidos debemos ser nosotros. Hace menos de tres horas lograron matar a uno de ellos no muy lejos de aquĂ. —¿Lo mataron? —exclamĂł mirando a su alrededor. —¿CĂłmo es posible que se pueda matar a un enviado del Señor? —Yo mismo lo vi —manifestĂ© y le narrĂ© el incidente.
—Nosotros nos encontramos en lo peor de la batalla. Eso es todo. —¿QuĂ© son esos destellos en el cielo? —le preguntĂł de pronto. —Le expliquĂ© que era un heliĂłgrafo que hacĂa señales. —Estamos en el centro de las actividades bĂ©licas. Aunque estĂ© todo tan tranquilo —manifesté— ese destello en el cielo indica que se aproxima a una batalla. De aquella parte están los marcianos, y hacia el lado de Londres, donde se levantan las colinas alrededor de Richmond y Kingston, están cavando trincheras y formando terraplenes que sirven de parapeto a los cañones y las tropas.
Dentro de poco volverán por aquĂ los marcianos. Mientras hablaba yo asĂ, el cura se levantĂł de un salto y me interrumpiĂł con un ademán. —¡Escuche! —dijo. —Desde el otro lado de las colinas, más allá del agua, nos llegĂł el estampido apagado de los cañones distantes y gritos apenas audibles. Luego reinĂł el silencio. Un escarabajo pasĂł zumbando sobre el seto y siguiĂł su vuelo. En el oeste veĂase la luna que brillaba dĂ©bilmente sobre el humo procedente de Weybridge y Shepperton.
—Será mejor que sigamos ese sendero hacia el norte —dije.