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Remy, a rat, loves cooking and dreams of becoming a chef. When his family's home is destroyed, Remy finds himself in a restaurant kitchen. He teams up with Linguini, an awkward kitchen assistant, and they create delicious dishes. Remy's talent is discovered, but he must hide his identity as a rat. Despite challenges, Remy's cooking skills impress everyone, including the famous chef Skinner. Remy's family discovers his success and they are reunited. Remy realizes that he can have both his passion for cooking and his family. ¡Azafrán, azafrán, azafrán! rebusqué entre las especias. Tenía que encontrar el azafrán para aderezar el chapiñón con queso que había preparado. Por cierto, me llamo Remy, y sí, soy una rata. Pero eso no quiere decir que no sepa apreciar la cocina de calidad. Sé cuando la comida es buena, de veras. En realidad, me encantaría ser cocinero. Y como dice el chef más grande del mundo, Auguste Gusteau, cualquiera puede cocinar. Esta historia empieza la noche en la que Emile y yo entramos sigilosamente en la cocina de la casa de campo. Mientras la anciana dueña dormía. No debía, ya lo sé, pero en fin, lo había hecho cientos de veces. Nosotros, toda la colonia de ratas, vivíamos en el desván, y la cocina era el lugar donde estaba la buena comida. La anciana había encendido la televisión, y así me enteré de que Gusteau había muerto. Me quedé paralizado. Auguste Gusteau era mi héroe. Pero luego me llevé otro susto. La anciana se había despertado y se proponía a darnos caza. Mi hermano Emile salió disparado hacia el desván. La señora intentó atraparle con el paraguas. Y pronto toda la casa fue una revolución. Para colmo, el techo se hundió y toda, y con él cayó toda la colonia de ratas. Vivíamos con los barcos hacia las alcantarillas, cuando me acordé de una cosa que no podía dejar atrás. El libro de cocina de Gusteau. Regresé a la cocina y lo encontré. Lo utilicé de balsa para alcanzar a mi familia, pero los rápidos de las alcantarillas me arrastraron lejos. Al amanecer, no había ni una sola rata a mi alrededor. Triste y hambriento, me puse a ahogar mi libro. Entonces pasó algo extraordinario. La imagen de Gusteau parecía hablarme desde las páginas. —¡Sí, tienes hambre! ¡Levántate y busca en tu alrededor! —dijo. —Pero es que acabo de perder a mi familia y a todos mis amigos —repliqué. —¡Ah! —dijo Gusteau—. Si solo piensas en lo que has dejado atrás, nunca serás capaz de ver lo que te espera. Cómo estaba hambriento. Hice caso al retrato. Salí de la alcantarilla y trepé hasta un tejado. Allí estaba París, hermosa y magnífica. Incluso distinguí el restaurante de Gusteau. —Al parecer has encontrado mi restaurante —dijo Gusteau. Corrí de tejado en tejado hasta llegar al restaurante y observé por el tragalud. Una verdadera cocina de gourmet —dije emocionado. —Sé que has leído mi libro —asentió Gusteau. Vamos a ver cuándo sabes cuál de ellos es el jefe de cocina. Señalé un personaje bajito con un gorro muy alto. —Ese es —dije. —Eres una rata muy lista —repuso Gusteau. —¿Pero y él quién es? —preguntó señalando a un muchacho que fregaba el suelo. —Oh, él —dije yo—. Es un ayudante de cocina. No puedo cocinar. Sin querer, el muchacho derramó una olla de sopa. —Yo siempre digo que cualquiera puede cocinar —dijo Gusteau. —Bueno, sí, cualquiera puede, pero eso no quiere decir que deba hacerlo —respondí. Ahogé un rito al ver que el muchacho empezaba a añadir agua y especias a la sopa. —¡No! ¡Eso es terrible! —exclamé. ¡Está echando a perder la sopa! En aquel preciso momento, el cristal de la ventana se oyó bajo mi peso y caí en un fregadero lleno de agua sucia. Empapado, me arrastré a través de la cocina. No era el lugar indicado para una rata. Demasiados seres humanos con cuchillos afilados. Al pasar al lado de la olla de sopa, me detuve. ¿Qué era aquel olor? ¡Era espantoso! —Tú sabes cómo arreglarlo —me susurró Gusteau al oído. —¡Esta oportunidad! Debería haber escapado, pero no pude evitarlo. Me lavé las patitas e inspeccioné todos los ingredientes que había en la encimera. Había hierbas, especias y hortalizas. Y conseguí que la sopa fuera deliciosa. Entonces, me di cuenta de que Linguini, el ayudante de cocina, me miraba sorprendido. Luego, ahí, a Skriner, el chef, que gritaba. —¡La sopa! ¿Dónde está la sopa? Rápidamente, Linguini me escondió debajo de su escurridor. —¡Quítate del medio y deprisa! —exclamó Skriner. Entonces, vio el cucharón en la mano de Linguini. —¿Qué estás haciendo? —dijo. —¿Cómo te atreves a cocinar? —A hacerlo en mi cocina. Pero era demasiado tarde. La sopa ya estaba servida. Horrorizado, Skriner echó una mirada al comedor. Una mujer había probado la sopa y estaba llamando a Mustafa, el camarero. —¡Linguini, estás despedido! —tronó Skriner. Colette, una de las cocineras, probó la sopa y la encontró buenísima. Mustafa vio sonriente a la clienta. —Le ha gustado la sopa mucho —dijo. Skriner se volvió hacia Linguini. —Quizá haya sido demasiado duro con nuestro nuevo pinche —dijo con una agelida sonrisa. Ha asumido un riesgo importante y deberíamos recompensarle. Como lo habría hecho el chef Gusteau. Volverás a preparar esta sopa y esta vez te reservaré atentamente. Pero entonces me vio en la encimera. —¡Una rata! —chilló. Linguini me atrapó. —¡Mátala! —le ordenó Skriner. Linguini me llevó hasta el río. Iba a lanzarme al agua. Precipificado, alcé la mirada hacia él. —¡No me mires así! —dijo. —No eres el único con problemas. Quieren que vuelva a preparar la sopa. —Y yo no sé cocinar —suspiró. —Pero tú sí —asentí con la cabeza y vi como se iluminaba la mirada. —¿Serías capaz de hacerlo otra vez? —preguntó Esperanzado. Volví a asentir y Linguini me soltó creyendo que habíamos hecho un trato. Hubiera espavorido, pero de repente me di cuenta de que aquella era mi gran oportunidad. Podría convertirme en chef, así que volví con Linguini. De nuevo en la cocina del restaurante, Linguini me ocultó debajo de su ropa. Intentó ayudarle a preparar la sopa, subiendo y bajando por las mangas de la caniceta. Pero hacía demasiadas cosquillas. Luego intentó morderle, para ver si hacía caso a mis indicaciones. Pero tampoco funcionó. Entonces fuimos a la habitación de Linguini para inventar un sistema. Desde la coronilla de la cabeza le tiraría de distintas partes del pelo, para que él moviera los brazos y las piernas. Tuvimos que ensayar, pero al final tirando un poco de aquí, retorciendo un poco de allá, voyla, formamos un equipo de cocina. Al día siguiente, en el restaurante, me escondí debajo del gorro de Linguini, y juntos preparamos la sopa. ¡Quedó perfecta! Te felicito, dijo Skriner con una mirada sombría. Has sido capaz de arrepentir tu éxito, pero para sobrevivir en mi cocina no te bastará con saber hacer una sopa. Colette se encargará de enseñarte cómo hacemos aquí las cosas. Linguini se volvió hacia Colette. Escucha, quiero que sepas lo honrado que me siento de trabajar con una... Pero Colette le detuvo. No, escúchame tú, dijo con desdén. ¿Cuántas mujeres ves tú en esta cocina? He trabajado muy duro, durante demasiado tiempo, para llegar hasta aquí, y no pienso arriesgarme en absoluto con un pinche con suerte. ¿Comprendido? Mientras tanto, Skriner había descubierto un secreto. El restaurante sería suyo, si ningún heredero de Gusteau lo reclamaba antes de dos años. Pero cuando Linguini llegó al restaurante buscando trabajo, entregó a Skriner una carta sellada de su madre fallecida. La carta afirmaba que Linguini era hijo de Gusteau. Linguini no lo sabía, y Skriner, el muy brigón, solo había enseñado la carta a su abogado, quien le había aconsejado no decir nada. Al cabo de unos días, Linguini y yo comenzamos a coger el tranquillo a la cocina. Además, Linguini empezaba incluso a congeniar con Colette. La cocinera le enseñaba sin descanso todos los trucos del oficio, y yo no me perdía el detalle, y pronto empecé a sentirme como un verdadero chef. Una noche, unos clientes pidieron a Mustapha, el camarero, que les sirviera algo nuevo. —¿Algo nuevo? —dijo Skriner, funcionando el ceño. —Bueno, les ha gustado la sopa de Linguini —dijo Mustapha. —¿Y quieren algún plato nuevo, de Linguini? —Muy bien —dijo Skriner, y señaló a Linguini con el dedo. —Ahora tienes la oportunidad de preparar algo digno de tu talento. Mollegas al austeado. Colette le dio la receta, mollegas con algas y corteza de sal. Realmente no sonaba demasiado apetitoso. Sin embargo, se encogió de hombros. Sí es una receta de austeado. —¡Manos a la obra! —dijo Linguini, que añadiera ciertas especias para mejorar el plato. Luego hice que se inclinara sobre la humedante preparación para que yo pudiera olerla. ¡Mmm! Sabía exactamente lo que necesitaba ese plato. —¿Qué estás haciendo? —exclamó Colette. —La receta no lleva aceite de trufa blanca. Pero tiré del pelo a Linguini y le indiqué que lo vertiera antes de que Mustapha se lo llevara al comedor. Colette estaba furiosa, porque Linguini no había seguido la receta. Pero al cabo de un momento, Mustapha entró corriendo en la cocina. —¡Les ha encantado! —y otros comensales ya están pidiendo lo mismo. Eufórico me puse a saltar bajo el sombrero. —¡Eso es maravilloso! —dijo Skinner, con mala cara. Pensó que Linguini fracasaría, porque la receta que había ordenado era una de las menos exitosas de austeado. Cuando acabó el ajetreo de la cena, los cocineros felicitaron a Linguini. Colette, sin embargo, estaba triste. Le había enseñado todo lo que sabía. Y ahora él no le hacía caso. Una vez fuera, Linguini me sacó de su gorro. —Toma tu descanso, pequeña chef. Esta noche hemos triunfado —dijo. Estaba disfrutando del pan y el queso que me había guardado, cuando oí un crujido detrás de los cubos de basura. Era mi hermano Emile. También estaba en París. ¡Menuda coincidencia! Y alegré muchísimo de verle. Y le di un poco de mi excelente queso, la basura más deliciosa que he probado nunca. Dijo Emile, —Oye, papá todavía no sabe que estás vivo. Tenemos que ir a nuestra nueva casa. —¿Te encantará? —Sí, pero... repuse. Deseaba realmente volver a mi antigua vida. Bueno, siempre podía hacerles una breve visita. Juntos nos adentramos en la oscuridad de la encantarilla. Ha descubierto la comida más deliciosa del mundo —sigue diciendo Emile. —¡Qué ganas tengo de contárselo a papá! Será mejor que eso quede entre nosotros —dije yo. Temía que papá no aprobara mi nueva vida. —Te hemos echado de menos —dijo papá cuando llegamos al colector principal de la cloaca. Pero lo más importante es que había vuelto a casa. Mirá a mi alrededor y estaba celebrando una animada fiesta. Y el nuevo hogar parecía agradable para las ratas. Pero yo no me sentía cómodo allí. Antes de marcharme, papá quiso enseñarme una cosa. Me llevó hasta una tienda especializada en eliminar a las ratas de las casas de los humanos. ¡Qué miedo me daba! Pero seguí pensando que quizá los humanos y las ratas llegarían a entenderse alguna vez. Y quería cocinar. Era lo único que deseaba realmente. De manera que regresé al restaurante. Cuando llegué al restaurante de Gusteau, encontré a Linguini dormido sobre la encimera. Skin nos la había obligado a limpiar toda la noche e intentar despertarle. Pero estaba demasiado cansado. Le oculté los ojos tras unas gafas de sol. Y me metí bajo su sombrero. Cuando Colette llegó, parecía que Linguini se había puesto ya a trabajar. Desgraciadamente, yo no podía hacerle hablar. Y cuando contestó a Colette con un grosero enroquido, ella perdió la paciencia y le dio un bofetón. Linguini cayó al suelo. Pero por lo menos se despertó. Me gustabas, dijo Colette. Pero me he equivocado contigo. Se marchó furiosa. Linguini estaba destrozado. ¡Se acabó, pequeño chef! Me susurró al oído. ¡No puedo seguir! Corrió detrás de ella. Y cuando estaba a punto de descubrirme, le tiré del cabello y le obligué a besarla. ¡Uf! Me había librado por los pelos. Colette lo miró asombrada. Pero luego sonrió. Y, a partir de aquel momento, Linguini estuvo más interesado por Colette que por la cocina. Los dos turtolitos salieron a toda velocidad en la moto de Colette. El viento se llevó el gorro. Y me caí al suelo. ¡Ay! No sabía qué hacer. De manera que regresé al restaurante. Allí encontré a Emil, que me esperaba con unos amigos. Habían venido por comida. Me colé en el despacho de Skinner en busca de la llave de la despensa. Y en un cajón vi un archivo donde ponía Testamento de Gusteau. Curioso, eché una ojalada al documento. Y encontré la carta que decía que Linguini era hijo de Gusteau. No me costó mucho atar cabos. Skinner estaba intentando robar a Linguini lo que le correspondía por legítimo derecho. ¡El restaurante! Entonces apareció Skinner. Rápidamente agarré los documentos y conseguí escapar. Aquella misma noche se nos enseñó a Linguini. Cuando Skinner regresó a su despacho, a la mañana siguiente, Linguini y Colette le estaban esperando. Skinner quedó despedido al momento y se marchó sin decir palabra. Ahora Linguini era el chef. Y en pocas semanas conseguimos que el restaurante se llenara de clientes. Sin embargo, para ser sincero, su nueva situación como cocinero estrella se le subió la cabeza. Entonces, una noche, Antonio Ego entró en el restaurante. Ego era el crítico gastronómico más importante del mundo. El más exigente. Y venía a reservar mesa para la noche siguiente. Iba a hacer una crítica del restaurante. Cuando Linguini entró por fin en la cocina, aquella noche, el servicio de la cena estaba retrasado. Yo estaba desgustado. Y quizá le tiré demasiado fuerte del pelo. Porque de repente salió corriendo de la cocina. —¡No soy tu marioneta! —me gritó. Luego me dejó en la oscuridad. ¿Cómo podía hacerme esto? Después de todo lo que habíamos hecho por él, estaba muy enfadado. Entonces, cuando aparecieron Emilia y papá, decidí dejarles que se llevaran aquella suculenta. Linguini se puso como loco cuando vio tantas ratas. —¡Fuera de aquí! —chilló. —¡Tú y todas tus amiguitas ratas! Yo me sentía muy mal, porque sabía que se había metido en un buen lío. No tenía ni idea de lo que debía hacer en aquella cocina. Al día siguiente volví al restaurante. Sabía que Linguini necesitaba mi ayuda. Sobre todo porque Antonego iba a ir. Colette fue la primera en verme. —¡Una rata! —gritó. —Todos los cocineros vinieron a por mí. —¡No le toquéis! —exclamó Linguini. Los cocineros se detuvieron sorprendidos. —Ya sé que suena increíble —dijo con un suspiro—, pero la verdad es que yo no tengo ningún talento. Pero, en cambio, de esa rata, él me ha ayudado con todas las recetas. El cocinero ese, el verdadero cocinero. —Entonces, ¿qué me decís? ¿Estáis conmigo? Decepcionados, todos los cocineros se marcharon. Colette también se fue. Yo estaba destrozado, pero mi padre había visto cómo me había protegido a mí una rata y decidió ayudarle. —No somos cocineros —me dijo—, pero dinos lo que tenemos que hacer y lo haremos. De manera que, aunque cueste creerlo, toda la colonia de ratas nos echó una mano. Por supuesto. Primero tuve que pasarlos a todos por el lavaplatos y gracias a sus patines Linguini pudo servir todas las mesas, incluida la de Ego. La cocina era un hormiguero de atareadas ratas cuando, por sorpresa, Colette regresó. —Has vuelto —dijo Linguini y le dio un abrazo—. —Dime solamente qué quiere preparar esa rata —dijo ella—. Ojalá el libro de recetas de gusteado hasta encontrar la receta del piso, ratatouille. —Pero si es un plato muy sencillo —dijo Colette— y Ego es muy sofisticado. —¿Estás seguro? —asentí. Por supuesto estaba seguro y nos pusimos manos. A Ego le encantó la comida. Felicitó a Linguini, pero mi amigo le dijo que no había sido él quien había preparado el plato. Ego pidió entonces que le presentara al chef y Linguini le dijo que esperara hasta que se hubieran marchado todos los clientes. Cuando ya no quedaba nadie en el restaurante, Linguini y Colette me hicieron salir. Primero Ego creyó que era una broma, pero Linguini le contó toda la historia. Lentamente la sonrisa de Ego se borró de su cara y cuando Linguini terminó se levantó. —Gracias por la cena —dijo— y se marchó sin más. No estábamos seguros de qué pensar. Pero la mañana siguiente Ego publicó una crítica entusiasta. Escribió que yo era un nuevo inesperado artista de la cocina y me proclamó el mejor chef de Francia. Fue el día más feliz de mi vida. Ego no reveló nuestro secreto, pero Skinner sí. Llevaba un tiempo espiando a Linguini y me había visto la noche en que encontré el tratamiento degustado, así que llamó al inspector de sanidad. Linguini tuvo que cerrar el restaurante, pero no nos dimos por vencidos. Abrimos uno nuevo, la Ratatouille. Linguini es el maestro y yo dirijo la cocina con Colette. Mi familia y yo incluso tenemos nuestro pequeño comedor justo encima del restaurante. Ego, bueno, es nuestro patrocinador y nuestro cliente más fiel. Cualquiera puede cocinar, incluso una rata puede convertirse en un gran chef. Fin. Subtítulos realizados por la comunidad de Amara.org