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LECTURA COLECTIVA EN VOZ ALTA
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LECTURA COLECTIVA EN VOZ ALTA
The passage describes a scene where the protagonist, in a state of disbelief, observes his own funeral procession and reflects on the power and authority he once held. He sees people mourning his death and realizes the impact his absence will have on them. However, the scene quickly turns chaotic as a group of rebels destroys everything associated with his reign, symbolizing the end of his power. The protagonist looks out onto the street and witnesses the destruction and looting taking place, feeling betrayed by those who were once loyal to him. El fragoroso uniforme de gala, con los diez soles crepusculares de general del universo que alguien le había inventado después de la muerte. El sable de rey de la baraja que no había usado jamás. Las tolainas de charol con dos espuelas de oro, la basta parafernalia del poder y las lúgubres glorias marciales, reducidas a su tamaño humano de maricón yacente. —¡Carajo! No puede ser que ese soy yo —se dijo enfurecido—, no es justo. —¡Carajo! —se dijo, contemplando el cortejo que desfilaba en torno de su cadáver. Y por un instante olvidó los propósitos turbios de la farsa y se sintió ultrajado y disminuido por la inclemencia de la muerte ante la majestad del poder. Vio la vida sin él. Vio con una cierta compasión cómo eran los hombres desamparados de su autoridad. Vio con una inquietud recóndita a los que sólo habían venido por descifrar el enigma de si en verdad era él o no era él. Vio a un anciano que le hizo un saludo masónico de los tiempos de la guerra federal. Vio un hombre enlutado que le besó el anillo. Vio una colegiala que le puso una flor. Vio una vendedora de pescado que no pudo resistir la verdad de su muerte y esparció por los suelos la canasta de pescados frescos y se abrazó al cadáver perfumado, llorando a gritos que era él. —Dios mío, ¿qué va a ser de nosotros sin él? Lloraba. De modo que era él. Gritaban. —¡Era él! gritó la muchedumbre, sofocada en el sol de la plaza de armas. Y entonces se interrumpieron los dobles y las campanas de la catedral y la de todas las iglesias anunciaron un miércoles de júbilo. Estallaron cohetes pascuales, petardos de gloria, tambores de liberación, y él vio a los grupos de asalto que se metieron por las ventanas ante la complacencia callada de la guardia. Vio a los cabecillas feroces que dispersaron a palos el cortejo y tiraron por el suelo a la pescadora inconsolable. Vio a los que se encarnizaron con el cadáver, los ocho hombres que lo sacaron de su estado inmemorial y de su tiempo quimérico, de agapantos y girasoles, y se lo llevaron a rastras por las escaleras. Los que desbarataron la tripamenta de aquel paraíso de opulencia y desdicha que creían destruir para siempre, destruyendo para siempre la madriguera del poder. Derribando capiteles dóricos de cartón de piedra, cortinas de terciopelo y columnas babilónicas coronadas con palmeras de alabastro. Tirando jaulas de pájaros por las ventanas, el trono de los virreyes, el piano de cola, rompiendo criptas funerarias de cenizas de próceres ignotos y gobelinos de doncellas dormidas en góndolas de desilusión. Y enormes óleos de obispos y militares arcaicos y batallas navales inconcebibles. Aniquilando el mundo para que no quedara en la memoria de las generaciones futuras ni siquiera un recuerdo ínfimo de la estirpe maldita de las gentes de armas. Y luego se asomó a la calle, por las rendijas de las persianas, para ver hasta dónde llegaban los estragos de la defenestración. Y con una sola mirada vio más infameas y más ingratitud de cuantas habían visto y llorado mis ojos desde mi nacimiento. Madre, vio a sus viudas felices que abandonaban la casa por la puerta de servicio, llevando de cabestros las vacas de mis establos, llevándose los muebles del gobierno, los frascos de miel de tus colmenas. Madre, vio a sus siete vecinos haciendo músicas de júbilo con los trastos de la cocina y los tesoros de cristalería, y los servicios de mesa de los banquetes de pontifical, cantando a grito callecero, Se murió mi papá, viva la libertad, vio la hoguera encendida en la plaza de armas, para quemar los retratos oficiales y las litografías de almanaques que estuvieron a toda hora y en todas partes desde el principio de su régimen.