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El capitán RamÃrez estuvo atento toda la mañana a ver si sucedÃa alguna cosa, pero por más que observó y estuvo toda la mañana desde lo alto observando, la masa informe de protestantes aún se mantenÃa quieta a unos 500 metros de la entrada principal del cuartel. Sus más estrechos colaboradores le habÃan informado que el asalto serÃa pasado el mediodÃa, y ahà habÃa estado hasta las 2 de la tarde, dispuesto a resistir a como diera lugar. En la entrada principal del cuartel estaban sus cinco mejores hombres, hombres duchos en la materia, ya con más de 20 años en servicio, dispuestos a dar incluso sus propias vidas con tal de hacer respetar el orden. Pero, aparte de ellos, el resto del contingente realmente se veÃa a mal traer. Unos estaban heridos, otros más que contusos. TenÃa dos en la enfermerÃa ya prácticamente medio muertos, producto de unos balazos y golpes en la cabeza. Las protestas habÃan sido ya extremadamente violentas. Ya no habÃan podido mantener el orden en todo el pueblo, y las hordas de manifestantes y de delincuentes, todos mezclados, realmente hacÃa insostenible la situación. ¿Qué habÃa sucedido? ¿Qué habÃa permitido que todo ese desenfreno de odio y de rencor hacia ellos se manifestara de esa manera, con bombas mólotov, piedrazos, piedras, en fin, y ahora último en la última noche, balazos y disparos de grueso calibre? ¿HabÃa una indignación muy grande a nivel nacional respecto a ellos? Pero él sabÃa de que no era un problema de ellos como representantes de la ley. Más bien eran instrucciones que venÃan desde lo alto, desde arriba, que era mantener el orden sin causar daño a quienes lo quebrantaban, y eso era difÃcil de hacer entender a las personas. Los medios de comunicación y las redes sociales hacÃan lo propio e incentivaban a que todo esto fuera asÃ, a que el manifestante se mostrara siempre reacio a la autoridad y de una u otra manera desafiarla. Era una cosa increÃble que él no podÃa entender. Pero ahà estaba, en la torreta, esperando el enfrentamiento final. SabÃa que refuerzos no llegarÃan. La comandante central ya habÃa dicho que no contaban con más refuerzos. La capital regional ya estaba totalmente rodeada y el ejército poco y nada podÃa hacer allá, allá lejos, en la capital regional. ¿Qué se esperaba del resto de las regiones y provincias? No se sabÃa absolutamente nada. El caos era por doquier y ellos tenÃan que mantener el orden. Era lo que le exigÃa el alcalde y los pobladores que aún tenÃan a su haber, que diariamente le habÃan estado lanzando comida y vÃveres e insumos médicos para poder mantener vivo a sus heridos. En las cuatro pequeñas torretas de la comisarÃa estaban puestos sus mejores hombres, con fusil, pistolas y metralletas, cada cual con la cantidad de municiones permitidas por reglamento. Abajo, justo en el centro, frente al portón, el carro lanzaguas, listo y dispuesto para lanzar ese chorro que posiblemente podrÃa contener por algunos minutos a las hordas violentas, salvajes de aquellos que protestaban, que querÃan verlos desaparecer. ¿Por qué ese comportamiento tan irracional de estas masas, de estas gentes, tal vez desprovistas de raciocinio, de cordura, de hábitos sanos del buen vivir que antaño todo el paÃs tenÃa como una caracterÃstica principal? Nadie lo sabÃa. Se habÃa cultivado un odio, una rabia en torno a ellos, a lo que ellos representaban, al orden, a un sentido de paÃs, a un sentido de patria. No se tenÃa idea por qué razón ese odio se enfocaba en ellos, en cada uno de ellos. Miró nuevamente hacia abajo. El carro estaba listo. Detrás del carro sus seis principales hombres, siempre dispuestos a salir a la calle a mantener el orden, a exigir el orden, a como diera lugar, cada uno con su casco, su escudo y su bastón, sin pistola, sin armamento, pues asà lo habÃa sugerido la jefatura central para no despertar más odiosidades. Tal vez era el final de todo. Tal vez era lo último que ellos tendrÃan que hacer hasta que asumiera un nuevo orden, una nueva jefatura, un nuevo sentido de orden, un nuevo sentido de patria y de orden. Era lo que no se sabÃa. En ese momento, desde la otra torreta, se le informó que estaban listos. La horda insaciable de delincuentes y protestantes se acercaban marchando con banderolas rojas y amarillas y colores, indistintivamente sÃmbolos de decadencia, de desorden, de desaciertos socio-emocionales. En fin, no habÃa pabellones patrios, solamente colores aleatorios que indicaban tal vez distintas ideas, distintas posiciones, distintas creencias. Y en ese momento los disparos comenzaron a sentirse, comenzaron a pasar por sobre sus cabezas, como zumbido de abejas o golpes duros y fuertes en los muros y en los latones que les protegÃan. En ese momento, de pronto, pudo observar como los que protestaban se lanzaban ya con fuerza y con rabia, con palos, piedras y trozos de metal contra el portón metálico. La única defensa que tenÃan para evitar tomar la comisarÃa. Un disparo hizo caer a su lugarteniente. Otro casi le vuela el ojo. No sabÃa qué hacer. Ya el tiempo estaba terminado. Una bomba molotov pasa por encima de sus cabezas y cae justo en medio de los seis hombres que se hallaban justo tras el camión lanzaguas. En ese momento la mochedumbre golpea el portón. Este ofrece muy poca resistencia y cae. Ingresan todos abafallando. Quien está en el comando del camión no alcanza a reaccionar. Rápidamente es sacado de la cabina y es muerto a golpes y a patadas furiosas por parte de los que manifiestan. El resto, quienes ya están ahà quemándose, también tienen una suerte similar. De la torreta se escuchan disparos, pero rápidamente son atallados. El capitán RamÃrez observa cómo tratan de subir por la escalera de manera descontrolada. Los otros tienen ojos desorbitados. La saliva se sale como si estuvieran rabiosos y sus miradas están perdidas. Solamente quieren destruirlos. Solamente quieren como comérselos a pedazos. Pues ya han comenzado con los cadáveres. Han estado rompiendo sus cráneos para comer sus cerebros. Y él sabe que ese es el fin que tendrá. Su cerebro también será comido y engolido por estas bestias. Solo que él solamente saca su revólver y se lanza un tiro. Y se vuelan los sesos. Este fue un relato de Malmus Razza.