Details
Nothing to say, yet
Details
Nothing to say, yet
Comment
Nothing to say, yet
The speaker shares their personal experience of being ridiculed and underestimated in school due to learning difficulties. They go on to talk about their daughter, who had severe disabilities, and how they fought for her inclusion in a regular kindergarten despite professional advice. The speaker emphasizes the importance of inclusive education and the positive impact it had on their daughter's life. They discuss the challenges and strategies involved in creating an inclusive school environment, and highlight the need for empathy and understanding towards individuals with disabilities. The speaker concludes by stating that inclusive education is essential for societal change and that every school should strive to be inclusive. Orejas de burro, orejas de burro, me cantaban mientras caminaba por el patio de la escuela, y si mi maestra de primer grado me decía, tortuguita, cómo no ser el centro de las burlas de mis compañeras. Es que me costaba memorizar las tablas de multiplicar, no entendía los textos que leía, mucho menos podía evocarlos. Evidentemente, para ellos, esos eran serios problemas. Diagnosticada como una alumna con trastorno del aprendizaje, parecía no tener solución, y la escuela hizo conmigo una suerte de promoción social. Le dijeron a mis padres que me regalaban el título, como no podía aprender. Repetir no tenía sentido. Mi destino era buscar una salida laboral, corte y confección, cocina. Para mi mamá, la palabra de las maestras era sagrada, y fui a aprender costura nomás. La única pollera que confeccioné en mi vida le salió más cara a mi mamá que mandarla a hacer, no sé, por la mismísima el sacerdono. Pero mi papá, mi papá siempre fue un rebelde, y entendió que no perdía nada mandándome al secundario. Ahí, los profesores descubrieron el nombre de mi grave patología. No sabía estudiar, obvio. Y también encontraron el remedio, me enseñaron a hacerlo. Así nació mi vocación, ser docente como ellos, mirar y escuchar a mis alumnos, y dedicarme especialmente a aquellos que fueran como yo. Porque yo quería enseñar a aprender. Mientras me obsesionaba con mi capacitación, la vida me mandó a Catalina. Mi hija nació con parálisis cerebral severa, sordocerera, hipertonía generalizada, sus músculos como contraídos, cuadriplégica, postrada en una silla de ruedas postural sin control de cabeza, con valvas ortopédicas en brazos y piernas, corsé, coderas, se alimentaba por un botón gástrico y respiraba por una tracheotomía. Por momentos era asistida con oxígeno. A pesar de este cuadro, decidí vivirla de otra manera, y noté que nadie la llamaba por el nombre, ese que tanto habíamos soñado con mi marido, Agustín, sino por lo que era tratada, la niña de las caderas, de la cervocuna, la neurológica. Su vida social era tan limitada solo era posible en las innumerables salas de espera que visitábamos. Comencé a preguntarme ¿a qué juegan los niños a esta edad? ¿Con quién? ¿Cómo aprende mi cata? Y decidí buscar un jardín de infantes común, sí, común, cuestionada por los profesionales de la salud que nos consideraron padres negadores o locos, por buscar un jardín de infantes y no un centro de rehabilitación. ¿Por qué? me preguntaron. ¿Por qué no? respondí. La rebeldía está en mis genes. Es que una quinesióloga me dijo una vez, ¿para qué querés que sostenga un zonajero? Otra me dijo, ¿por qué gastás tanto dinero en ropa y no en más horas de terapia? Y es que yo estaba convencida que así mi hija se sentía amada, que me entendía. Cuando la cambiaba buscaba conectarme con ella desde otro lugar y que a la gente le pasara lo mismo, que pudiera ver a la nena más allá de su discapacidad. Finalmente un jardín nos eligió. Sí, siempre digo que los padres que tenemos un hijo con algún tipo de discapacidad no elegimos las escuelas, las escuelas nos eligen. Un día voy a buscar a Cata el jardín. Me recibe la directora y me dice, no sabes, hoy Cata se peleó con dos compañeros, pero después se amigaron. Pensar que la loca era yo, me dije, ahora la desquiciada es la directora. Pero no. Me cuenta que un compañero pasa corriendo y la empuja sin querer. Ella se pone furiosa, hipertónica, el amigo le pide disculpas, pero ella sigue enojada. Entonces pasa otro amigo y le dice, si querés que a Cata se le pase, tocale las manos así, así. A ese le gusta mucho. Maravilloso. No solo la miraron, sino que también la tocaron. El cuerpo les habla y los chicos siempre saben entenderlo. Aprendieron de ella. Es que Catalina era más que un cuerpo que necesitaba rehabilitación, era una persona que necesitaba vivir. Y la escuela fue más allá, le dio un lugar, la nombró, la convirtió en algo más que una paciente. A partir de ese momento, ese fue mi modelo de escuela. Una institución que avalora, entiende y atiende a todos y cada uno de sus niños. Ahí los chicos son reconocidos y alojados. Catalina falleció a los 9 años. Gracias a la escuela, se llevó con ella un montón de experiencias, más de las que tuve yo a su edad. Viajes, fiestas, salías al cine, al teatro. Y como nada es casualidad, ella transformó mi mirada en la educación y así comencé mi formación específica en educación inclusiva. La gran oportunidad para poner en marcha toda esta experiencia la tuve cuando asumí la dirección de una escuela secundaria común. Y ahí decidí abrir las puertas realmente a todos. Porque yo quería esa escuela, la escuela que vivencié, de la que fui testigo. Esa es la escuela que empecé a construir, porque es en la escuela donde se puede cambiar la representación social de la discapacidad. Una escuela inclusiva es una escuela que se preocupa y ocupa de todos y cada uno de sus alumnos. Y al atender su singularidad, diseña estrategias diversificadas o específicas de intervención. ¿El objetivo? Me lo enseñó una alumna, Carolina, con mielomelingocele, una patología neurológica severa, cuando me dijo, profe, yo no quiero dejar de aprender. Entonces, no debemos subestimar la capacidad de aprendizaje de ninguno de nuestros niños. Tuvimos y tenemos alumnos con parálisis cerebral, mielomelingocele, espina bífida y hidrocefalia, autismo, ásperger, psicosis, retraso madurativo, síndrome de Down, más, podría nombrarles muchos más. Trabajamos con o sin maestras integradoras, de tiempo completo o parcial, con equipos internos o externos que nos asesoran. Porque la presencia de estos chicos en el aula es la garantía para los alumnos en general de aprender a valorar y reconocer la diversidad humana, así como aceptar y lidiar con sus propias limitaciones. ¿Cómo lo hacemos? No hay recetas. Es una escuela de gestión estatal, con recursos limitados. Solo puedo decir que lo hacemos con pasión, voluntad y formación. Creemos en lo que hacemos, de lo contrario no sería posible. Cuando recibimos un alumno con algún tipo de discapacidad, lo primero que hacemos es entrevistar a sus padres. Nadie los conoce más que ellos. Entonces lo entrevistamos a él. Aprendimos a mirarlos, a escucharlos. No podemos pensarlos sin conocerlos, saber qué siente, qué piensa, qué busca. Y después con los equipos externos, psicólogos, psicomotricistas, psiquiatras, terapistas ocupacionales, todos, todos los equipos están. Voluntad y capacidad de trabajo en equipo, tanto del sector privado como público, porque también articulamos con escuelas de recuperación, hospitales de la zona, organizaciones y fundaciones que se acercan o nos reciben para ofrecer su asesoramiento o capacitación gratuita, porque es verdad, no estamos preparados para ello. Es cierto, por eso recurrimos a los especialistas, que se entrevistan con todos nosotros para pensar las actividades de aula o las adaptaciones específicas según el caso. También trabajamos la integración en el grupo, en la clase y con toda la comunidad para que todos se sientan contenidos, porque la inclusión social sólo es posible en la inclusión escolar. Como la diversidad es inherente a la naturaleza humana, estoy convencida que todas las escuelas pueden y deben ser inclusivas. Es más, eliminemos el término inclusivo. Hay un solo tipo de escuela que se adapta a todos. Recuerdo, estando en la fila esperando entrar al cine con mi marido y mis hijos, un niño comienza a mirar a Cata y agita el brazo de su papá diciendo papá, papá, mirá, señalando a mi hija. Una nena muerta. No era una pregunta incómoda a la que estaba acostumbrada a escuchar, era una afirmación. El dolor transformó mi cara como ahora, mis ojos explotaban. ¿Pero qué culpa tenía ese nene? Después reflexioné, por haber dicho cualquier cosa, lo dijo muerta. Sí, es que están muertos en la sociedad. Nada ni nadie están preparados para ellos, ni nosotros, sus padres. No les damos lugar, porque hacerlo nos enfrenta con una realidad que negamos, y a ellos con el sufrimiento de no ser comprendidos ni aceptados. Cuando recorro mi escuela, veo cómo se naturalizan sus presencias. Para nuestros alumnos, ellos no están muertos. Sobran voluntarios para ayudar a superar las barreras de accesibilidad. Esos mismos voluntarios, en la calle, no van a ser indiferentes a las necesidades de las personas, porque aprendieron en la escuela eso que se llama empatía. Contemplo el patio y veo llegar a Carolina, del brazo de dos campaneros que la ayudan a subir o bajar las escaleras. Rápido, un auxiliar le alcanza el andador. Pasa muy rápido Franco, descontrolado en su silla de ruedas. Y Valentín camina, enamorado de todas, enamorado de la vida. Ezequiel agita sus brazos, ensayando acercamientos a este mundo adverso para su estructura. Y Tomás. Tomás nos cuenta historias fantásticas cada mañana. Si hasta podría ser escritor. Podría nombrar a tantos, a tantos. Se juntan y conviven en un recreo tal loco como ideal. La sociedad misma, pero mejor. Desaparecen los fantasmas de mi infancia. No hay lugar para las orejas de burro. Reconocer a cada uno como una persona. Valorarla por lo que es. Estimularla en sus aprendizajes. Animándonos a correr las barreras de nuestras propias expectativas. Si son nuestras. Una institución educativa que no da respuesta ni espacio a estos chicos. Es una institución educativa que está muerta. Por lo menos para mí. Y la sociedad que sueño. Y que es posible. Porque para que una sociedad cambie, el cambio debe comenzar en la escuela. Uno de los primeros lugares de socialización del hombre. Entonces, comencemos con lo que tenemos. Si es posible. Decimos nosotros que tenemos lo mismo que cualquier escuela o menos. Se puede. O menos. Así me lo enseñó mi hija. Y así me lo demuestran mis alumnos y docentes cada día. Subtítulos realizados por la comunidad de Amara.org