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Lectura de la Torcida Janet - Parte 1
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Lectura de la Torcida Janet - Parte 1
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Lectura de la Torcida Janet - Parte 1
The Reverend Murdoch Soulis, a severe and feared pastor, lived a solitary life in the parish house. His intense sermons terrified the congregation, especially the young preparing for communion. The house had a sinister reputation, and the path leading to it was feared by the villagers. The Reverend often walked there, reciting prayers aloud. The villagers suspected his strange behavior was due to an incident involving Jeanette Macleod, a reputed witch. Despite the rumors, the Reverend hired Jeanette as a housekeeper. One day, a group of women attacked Jeanette, accusing her of being a witch. The Reverend intervened, and Jeanette renounced the devil. However, after this incident, Janet's appearance became twisted and unsettling. Despite this, the villagers grew accustomed to her and treated her as before. From that day on, she could no longer speak like a Christian woman, but instead, she had become something else. La Torsida Jeanette. El reverendo Murdoch Soulis fue pastor de la parroquia de Balweri en el Valle del Duelo durante mucho tiempo. Este anciano severo, de rostro sombrío y temido por sus peligreses, pasó los últimos años de su vida sin parientes ni criados, ni compañía humana, en la pequeña y solitaria casa parroquial en el ojecito de la colina. A pesar de la dureza de sus rasgos, su mirada era salvaje, asustadiza e insegura, y cuando reprendía a algún pecador, parecía que sus ojos atravesaban las tormentas del tiempo hasta llegar al terror de la eternidad. Sus palabras afectaban terriblemente a muchos jóvenes que iban a prepararse para la ceremonia de la Sagrada Comunión. Cada domingo siguiente al 17 de agosto pronunciaba un sermón sobre el versículo 8 de la primera epístola de Pedro, el diablo como león rugiente. Y cada año se superaba a sí mismo al decirlo, no solo por lo espantoso del tema, sino también por el terror que causaba su comportamiento en el púlpito. Los niños se aterrorizaban hasta el punto de sufrir ataques de histeria, y los viejos parecían muy fúnebres de lo normal. Ya desde los primeros tiempos del misterio del señor Soullis, los prudentes evitaban al anochecer la casa parroquial, ubicada cerca del río Duelo, entre gruesos árboles, con el bosque por un lado y por el otro frías cumbres que se elevaban hacia el cielo. Y los hombres respetables rechazaban la sola idea de pasar de noche por sus extrañas cercanías. Había un lugar, para ser más preciso, que producía un temor reverencial. La casa parroquial estaba entre la carretera y el río Duelo. La parte de atrás daba la aldea Balweri, ubicada a casi 800 metros de distancia. En la parte delantera había un jardín seco, bordeado de espinos, que se extendían entre el río y la carretera. La casa era de dos pisos, con dos habitaciones grandes en cada una. La entrada no daba directamente al jardín, sino a un sendero que llevaba a la carretera. Por un lado y por el otro terminaban en los altos sauces y saucos que bordeaban el río. Este trecho del sendero era el que gozaba de tan nefasta reputación entre los jóvenes de la parroquia de Balweri. Al anochecer, el reverendo paseaba por allí a menudo, ruñando sus oraciones en voz alta, en vez de hacerlo en silencio. Y cuando se encontraba fuera de su hogar y la puerta de la parroquia estaba cerrada con llave, los alumnos más atrevidos aventuraban con el corazón en la boca al cruzar aquel sitio legendario. Este ambiente de terror que rodeaba a un hombre de dios de carácter intachable y rigurosa obediencia a los preceptos religiosos, causaba asombro y curiosidad entre los pocos forasteros que llegaban, por casualidad o por negocios, hasta aquel desconocido y alejado paraje. Pero incluso mucha gente de la parroquia ignoraba los extraños acontecimientos que habían marcado el primer año del ministerio del señor Soules. Entre los mejores informados, unos eran reservados por naturaleza y otros no se atrevían a hablar sobre ese asunto. De vez en cuando algún anciano luego de su tercer trago juntaba valor para explicar la causa del extraño aspecto del reverendo y de su vida solitaria. 50 años atrás, cuando el señor Soules llevaba a Balweri, era un joven, un niño, decía la gente, muy estudioso y con discurso muy convincente. Pero como era común en alguien de su edad, con poca experiencia de vida en lo relacionado con la religión. Los más jóvenes estaban muy impresionados por su talento y su facilidad de palabra, sin embargo los hombres y las mujeres mayores se preocuparon y rezaron por el joven, al que consideraban un iluso y por la parroquia que estaría tan mal atendida. Pero tanto la desdicha como la dicha llevan poco a poco, una a la vez. En aquel entonces había gente que decía que Dios había abandonado a los profesores de la universidad y que los jóvenes que fueron a estudiar allí habían salido ganando si se hubieran quedado hasta bajar en el campo, con una biblia bajo el brazo y un espíritu de oración en el corazón. En fin, no había dudas de que el señor Soules había permanecido demasiado tiempo en la universidad. Era meticuloso y se preocupaba por muchas cosas, salvo por la más importante. Tenía una gran cantidad de libros, más de los que se habían visto en aquella parroquia. Transportarlos casi le costó la vida al mozo que los cargó. Estuvo a punto de ahogarse en el pantano del diablo situado entre Kilmacherry y Balwerry. Eran libros de teología, sin duda. Así los llamaban. Pero la gente seria opinaba que no hacía falta tanta cantidad, sobre todo cuando toda la palabra del Dios cabría en el cuadrado de una manta escocesa. Además, el reverendo se pasaba la mitad del día y la mitad de la noche escribiendo, lo cual se consideraba poco decente. Al principio temían que estuviese leyendo sus sermones, pero después resultó ser que estaba escribiendo un libro. Tarea poco apropiada para alguien tan joven y con escasa experiencia. De todos modos, les pareció conveniente que consiguiera una mujer madura y decente que cuidara de la casa parroquial y que se encargara de prepararle sus modestas comidas. Les recomendaron a una vieja de mala fama, Jeanette Macleod, la llamaban, pero dejaron que él tomara la decisión cuando estuviera convencido. Muchos le aconsejaron lo contrario, ya que la buena gente de Balboaery sospechaba de Jeanette. Tiempo atrás, había tenido un hijo con un soldado y lo había ocultado durante casi 30 años. Los niños la habían visto hablando sola en caves al atardecer, a una hora y en un lugar extraño para una mujer temerosa del señor. Sin embargo, fue un terrateniente quien se la recomendó. Y en esos días, el rebelión no habría hecho cualquier cosa por complacer al terrateniente. Cuando la gente le dijo que Jeanette estaba emparentada con el diablo, lo tomó como una superstición. Cuando le nombraron a la bruja de Endor, de la que se ha hablado en la Biblia, trató de convencerlos enfáticamente de que aquellos días ya no existían, y que los actos del demonio estaban gracias a Dios limitados. Pues bien, cuando en la aldea se corrió la voz de que Jeanette Macleod iba a servir en la casa del párroco, la gente se enojó mucho con ella y con él. Algunas señoras no tenían nada mejor que hacer y se reunieron en la puerta de sus casas a chismorrear sobre ella, desde el hijo que tuvo con el soldado hasta las dos vacas de John Thompson. Jeanette no era una mujer muy habladora. Por lo general, la gente la dejaba hacer su vida y ella hacía lo mismo, sin intercambiar ni buenos días ni buenas noches. Pero si se enojaba, tenía una lengua como para dejar sordo cualquier. Ese día, todo empezó como a cada chisme, ella respondía con dos. Hasta que, al final, las señoras la agarraron, le arrancaron la ropa y la arrastraron desde la aldea hasta las aguas del río Duelo, para comprobar si era bruja o no, nadaba o se ahogaba. Los gritos de la vieja podían oírse en todos los quesitos de la colina, y peleó como si tuviera la fuerza de diez. Más de una de las señoras tenía moretones al día siguiente, durante muchos días después, pero justo en el momento más violento de la pelea, quien apareció era el nuevo reverente. —¡Mujeres! —le dijo con su voz potente. —En el nombre del Señor les ordeno que la suelden. Janet corrió hacia él. Estaba realmente aterrorizada. Se colgó de su cuello y le rogó en nombre de Cristo que la salvara de esas chismosas, y ellas, por su parte, le dijeron todo lo que sabían de la vieja y quizás más. —Mujer, ¿eso es cierto? —le preguntó Janet. —Juro por el Señor que me ve y que me hizo —respondió que ninguna palabra es cierta. —Aparte del hijo, he sido una mujer decente toda mi vida. —¿Renunciarías en el nombre de Dios y ante mí, sumilde ministro, al diablo y sus obras? —dijo el señor Soble. Bueno, parece ser que, cuando le preguntó eso, ellas sonrió de una manera que aterrorizó a quienes la vieron, y pudieron oír que sus dientes casteñaban en la boca. Pero no había más que una respuesta, y Janet levantó la mano y renunció al diablo delante de todos. Y ahora les ordenó al señor Soble a las mujeres, vayan a sus casas a pedirle perdón a Dios. Luego le dio el abrazo a Janet, que apenas tenía puesta una camisa. La llevó hasta la aldea y la dejó en la puerta de su casa como a una gran señora, mientras ella gritaba y se reía escandalosamente. Esa noche mucha gente extendió sus oraciones. Sin embargo, al amanecer, tal terror invadió todo Balweri, que los niños se escondieron y hasta los hombres permanecieron en sus casas, y apenas se asomaban por la puerta. Es que Janet venía bajando al pueblo. Ella o algo parecido a ella, nadie podía decirlo con certeza, con el cuello torcido y la cabeza colgándole a un costado, como un cuerpo que había sido horcado, y una sonrisa en el rostro, como la de un cadáver sin enterrar. Poco a poco se acostumbraron, y hasta le preguntaban qué le había pasado. Pero desde ese día en adelante no pudo hablar como una mujer cristiana, sino que se había convertido en una mujer.