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The Martians continue their destruction in London, causing panic and chaos as people try to escape. The narrator describes the massive exodus of six million people, who are desperate and without supplies. The Martians focus on demoralizing the population by destroying infrastructure and cutting off communication. The narrator and his companions witness the destruction and chaos as they try to find food and safety. They eventually reach the coast and see a large fleet of boats and ships preparing for battle against the Martians. They manage to board a ship and escape, but the narrator's companion, Mrs. Elphiston, is terrified and wants to return to her home in St. Mor. LA GUERRA DE LOS MUNDOS CAPÍTULO NÚMERO 17 EL THUNDER CHILD De haber sido la destrucción el único objetivo de los marcianos, el lunes habrían podido aniquilar a toda la población de Londres que se hallaba extendiéndose lentamente por los condados vecinos. La desesperada fuga se realizaba no sólo por Barnet, sino también por Edward y Wadham Abbey, así como también a lo largo de los caminos al este de Southend y Shawbourne East, y también por el sur del Tameses hacia Deol y Brothers. Si aquella mañana de junio hubiera podido uno ascender sobre Londres en un globo, todos los caminos del norte y el este que salían del Dédalo de Calles le hubieran parecido salpicados de negro con los fugitivos, y cada puntito habría sido un ser humano dominado por el terror y la incomodidad física. En el capítulo anterior he relatado en detalle la descripción que me hizo mi hermano a fin de que el lector pueda darse cuenta de las reacciones experimentadas por uno de los fugitivos. Jamás en la historia del mundo se ha trasladado y sufrido tanto una masa humana tan extraordinariamente grande. Las legendarias huestes de los Godos y los Unos, los ejércitos más numerosos que vio Asia en toda su historia, habrían sido apenas una gota en aquel torrente. Y no era ésta una marcha disciplinada, sino una estampida gigantesca y terrible, sin orden y sin rumbo. Seis millones de personas, desarmadas y sin provisiones, avanzando sin pausa. Aquello fue el comienzo del derrumbe de la civilización, de la hecatombe de la humanidad. Allí abajo el ocupante del globo habría visto el trazado de las calles en toda su extensión. Las casas, las iglesias, plazas, jardines, todo abandonado, que se extendía como un enorme mapa. Y hacia el sur, completamente borrado el dibujo. Sobre Ealing, Richmond, Wibledon, le hubiera parecido que una pluma monstruosa había arrojado tinta sobre el mapa. Lenta e incesantemente se iba extendiendo cada manchón negro, lanzando ramificaciones por aquí y por allá, amontonándose a veces contra una elevación del terreno y derramándose luego rápidamente sobre un valle recién hallado, tal como una bota de tinta se extiende sobre un papel secante. Y más allá, del otro lado de las colinas azules que se elevan al sur del río, los relucientes marcianos marchaban de un lado a otro, derramando calmosa y metódicamente su nube ponzoñosa sobre la región y disipándola luego con chorros de vapor cuando habían servido sus pines. Después tomaban posesión del terreno así ganado. No parecen haber tenido la idea de exterminar, sino, más bien, la de desmoralizar por completo al pueblo y acabar con la oposición. Hicieron estallar todos los depósitos de pólvora que hallaron, cortaron los cables telegráficos y arruinaron además las vías ferroviarias. Estaban cortando los tendones de la humanidad. Parecían no tener apuro en extender el campo de sus operaciones, y aquel día no pasaron de la parte central de Londres. Es posible que un número considerable de gente se haya quedado en sus casas durante el lunes por la mañana. Es seguro que muchos murieron en sus hogares, sofocados por el humo negro. Hasta el mediodía el charco de Londres presentó un aspecto asombroso. Vapores y embarcaciones de toda clase se hallaban allí anclados, y se dice que muchos que nadaron hasta esas embarcaciones fueron rechazados a viva fuerza y se ahogaron. Alrededor de la una de la tarde apareció entre los arcos del puente de Blackfriars el resto de una nube de vapor negro. Al ocurrir esto, el charco se convirtió en una escena de confusión enloquecedora, de luchas y choques, y por un tiempo las barcas y lanchas se apretujaron en el arco norte del puente de la torre, y los marineros tuvieron que luchar salvajemente contra las personas que se les echaron encima desde el muelle. Muchos descendían por las columnas del puente. Una hora más tarde, cuando apareció un marciano por detrás de la torre del reloj y se acercó por el río, sólo quedaban más que restos de embarcaciones cerca del Lime House. Ya hablaré de la caída del quinto cilindro. El sexto cayó en Witherbone. Mi hermano, que montaba la guardia mientras dormían las mujeres en el cochecillo, vio un destello verdoso sobre las colinas. El martes habían seguido su marcha por la campiña en dirección a Colchester y el mar. Se confirmó entonces que los marcianos ocupaban ya todo Londres. Habían sido vistos en Highgate y aún en Neston, pero mi hermano no los avistó hasta el día siguiente. Aquel día las multitudes diseminadas por la región comenzaron a comprender que necesitaban alimentos con urgencia. A medida que aumentaba el hambre comenzaron a dejarse de lado las consideraciones hacia los derechos ajenos. Los granjeros salieron a defender su ganado y sus graneros con armas en las manos. Como mi hermano, muchos se dirigían hacia el este, y hubo algunos desesperados que hasta regresaron a Londres en busca de alimentos. Estos eran en su mayoría los pobladores de los suburbios del norte, que sólo conocían de oídas los efectos del humo negro. Mi hermano se enteró que la mitad de los componentes del gobierno se habían reunido en Birmingham y que allí se estaban preparando grandes cantidades de explosivos para emplearlos en minas automáticas en los condados centrales. Le dijeron también que la empresa ferroviaria Midland había reemplazado al personal que desertara en el primer día de pánico. Acababan de reanudar sus servicios y hacía correr trenes desde St. Albans hacia el norte, a fin de aliviar la congestión en los condados próximos a Londres. En Chipping Noggar había un gran cartel que anunciaba que en las poblaciones del norte se disponía de grandes reservas de harina y que antes de transcurrir veinticuatro horas se distribuiría pan entre las personas de los alrededores. Mas, esto no le hizo renunciar al plan de huida que formulara. Los trenes continuaron todo el día hacia el este y no vieron del pan más que la promesa. A decir verdad, lo mismo les ocurrió a todos los necesitados. Aquella noche cayó la séptima estrella. Esta sobre Primrose Hill. Descendió mientras estaba de guardia la señorita Elphistunt, quien insistía en alternar los turnos con mi hermano. Los tres fugitivos, que habían pasado la noche en un campo de trigo, llegaron el miércoles a Chelmsford, y allí se incautó del caballo un grupo de ciudadanos que se hacían llamar Comité de Abastecimientos Públicos. Afirmaron que el animal se podía comer, y no les dieron a cambio otra cosa que las promesas de que al día siguiente recibirían su parte del alimento. Por allí corría el rumor de que los marcianos se hallaban en Ephim, y se tuvo la noticia de que se había hecho volar la fábrica de pólvora de Wadham Highway en una vana tentativa de destruir a uno de los invasores. Desde las torres de las iglesias, la gente observaba el campo por si llegaban los marcianos. Mi hermano, por suerte para él, según resultó luego, prefirió seguir viaje de inmediato hacia la costa antes de esperar alimentos, aunque los tres estaban completamente desfallecidos del hambre. Al mediodía pasaron por Shillingham, aldea en la que reinaba el silencio y que parecía desierta, excepción hecha por algunos furtivos saqueadores que andaban a la casa de alimentos. Cerca de Tiringham avistaron de pronto el mar, y vieron la multitud más extraordinaria de embarcaciones que sea posible imaginar. Después que los marineros no pudieron seguir subiendo por el Támesis, se dirigieron a la costa de Effek a Harwich y Walton. Las embarcaciones formaban una línea curva que se perdía a lo lejos en dirección a Nais. Cerca de la costa había una multitud de barcas pesqueras inglesas, escocesas, francesas, holandesas y suecas, lanchas de vapor del Támesis, yates, botes eléctricos, y más allá se veían barcos de mayor tonelaje. Una multitud de carboneros, fletadores, barcos de ganado, de pasajeros, tanques de petróleo, un viejo transporte de tropas y los de servicio de Southampton y Hamburgo, y a lo largo de la costa azul, al otro lado de Blackwater, mi hermano pudo distinguir vagamente un enjambre de botes cuyos tripulantes regateaban con la gente de la playa. A unas dos millas, mar afuera, se hallaba un barco de guerra de líneas muy bajas. Era el destructor Thunderchild. Este era el único barco de guerra que había la vista, pero muy lejos, hacia la derecha, se divisaba una nube de humo negro que indicaba la presencia de los otros barcos de la flota del canal, que formaban una hilera muy extendida y estaban listos para entrar en acción. Se hallaban de guardia al otro lado del estuario del Támesis, y allí estuvieron, durante el curso de la conquista marciana, vigilantes, pero incapaces de evitar la derrota. Al ver el mar, la señora Elphiston fue presa del terror. Jamás había salido de Inglaterra. Hubiera preferido morir antes que encontrarse sin amigos en una tierra extraña. La pobre mujer parecía imaginar que los franceses y marcianos debían ser muy similares. Durante dos días de viaje, se había tornado cada vez más histérica y deprimida. Su idea predominante era la de volver a St. Mor, allí siempre había estado a salvo. Allí encontrarían a George. Con gran dificultad consiguieron llevarla hasta la playa, donde poco después logró mi hermano llamar la atención de algunos que estaban a bordo de un vapor de ruedas procedente del Támesis. Les mandaron un bote y les cobraron treinta y seis libras por los tres. El barco iba rumbo a Stend, según le dijeron. Era más o menos las dos, cuando después de pagar el pasaje a la entrada, mi hermano se encontró a bordo del barco con sus dos compañeras. A bordo había alimentos, aunque a precios exorbitantes, y los tres comieron sentados en uno de los bancos de la proa. Había ya unos cuarenta pasajeros, algunos de los cuales gastaron hasta el último penique para pagar el pasaje, pero el capitán se detuvo en Blackwater hasta las cinco de la tarde, cargando más y más gente hasta que la cubierta estuvo completamente atestada. Probablemente se habría quedado más tiempo de no haber sido por los cañonazos que comenzaron a resonar a esa hora en el sur. Como en respuesta a las detonaciones, el barco de guerra disparó un cañón pequeño e hizo una serie de banderines. De su chimenea salió una espesa nube de humo negro. Algunos de los pasajeros opinaban que los disparos provenían de Chauvernies, hasta que se notó que las detonaciones se resonaban cada vez más cerca. Al mismo tiempo, en dirección al sudeste, aparecieron en el mar los mástiles y puentes de tres acorazados que se aproximaban a toda marcha. Pero la atención de mi hermano se desvió hacia el sur y le pareció ver una columna de humo que se elevaba en la lejanía. El vapor de ruedas avanzaba ya hacia el este de la larga hilera de embarcaciones, y la costa baja de Segg se dibujaba en la distancia cuando apareció un marciano muy a lo lejos avanzando por la barrosa orilla desde la dirección de Forniss. Al ver esto, el capitán comenzó a maldecir enfurecido por haberse demorado tanto y las ruedas parecieron contagiarse de su temor. Todos los pasajeros se pararon sobre las amuras o los bancos para mirar a aquel gigante, más alto que los árboles o las torres de tierra, y que avanzaba con paso semejante al de los seres humanos. Era el primer marciano que mi hermano veía, y se quedó más asombrado que temeroso observando al titán que avanzaba deliberadamente hacia las embarcaciones, introduciéndose cada vez más en el agua a medida que se alejaba de la costa. Luego, mucho más allá del crouch, apareció otro que pasaba sobre los árboles, y después otro, más lejano aún, avanzando por un reluciente llano barroso que parecía cernirse a mitad de camino entre el mar y el cielo. Todos iban hacia el mar como si quisieran impedir la huida de las numerosas embarcaciones que se hallaban entre Forniss y el Neis. A pesar de que la maquinaria del barco funcionaba a todo vapor, y de la espuma que levantaban las ruedas a su paso, no logró alejarse con suficiente velocidad. Al mirar hacia el sudoeste, mi hermano vio que las otras embarcaciones emprendían ya la huida. Un barco pasaba otro, una lancha se cruzó delante de un remolcador, salía humo de todas las chimeneas, y se oía el zumbar de las sirenas. Le fascinó tanto esto, y el peligro que se aproximaba por la izquierda, que no se fijó en lo que ocurría mar adentro. Y entonces le arrojó del banco el que estaba sentado una súbita maniobra del vapor, que se desviaba del paso de otra embarcación para no ser hundido. A su alrededor se oyeron gritos, ruidos de pasos, y una burla que pareció ser contestado desde lejos. Se inclinó el vapor y le hizo rodar por la cubierta. Al fin se puso de pie y vio a Strigor, a menos de cien metros de distancia, una enorme mole de acero con la forma de la hoja de un arado que cortaba el agua y lo arrojaba hacia ambos lados, en olas enormes que agitaron al vapor, inclinándolo de tal modo que sus ruedas quedaron por momentos en el aire. Una lluvia de espuma le cegó por unos segundos. Cuando volvió a aclararse de la vista vio que el monstruo había pasado y avanzaba velozmente hacia la costa. De la larga estructura se alzaban grandes puentes y en lo alto se veían dos chimeneas que lanzaban al aire grandes columnas de humo negro salpicado de rojo. Era el destructor Thundershine que iba a defender a las embarcaciones en peligro. Mi hermano logró mantener el equilibrio tomándose de la mura y miró de nuevo hacia los marcianos, viendo que los tres se hallaban ahora muy cerca uno del otro y que habían avanzado tanto mar adentro que sus trípodes estaban sumergidos casi por entero. Así hundidos y vistos tan de lejos, ¿no parecían más formidables que el enorme mole de acero del destructor? Al parecer los marcianos observaban a su nuevo antagonista con cierto asombro. Es posible que lo consideraran como uno de ellos. El Thundershine no disparó sus cañones, sino que siguió avanzando a todo vapor en dirección a los monstruos. Probablemente fue este detalle el que le permitió acercarse tanto al enemigo. Los marcianos no sabían qué era. Un solo disparo y lo habrían hundido de inmediato con su rayo calórico. El destructor avanzaba a tal velocidad que en un minuto pareció hallarse a mitad del camino entre el vapor de ruedas y los marcianos. De pronto, el marciano que se encontraba más adelante bajó su tubo y descargó un recipiente del gas negro contra el barco de guerra. El proyectil golpeó contra el costado del casco y derramó un chorro de la negra sustancia que se desvió hacia estrigor, levantándose luego en una nube de la que escapó el destructor. Para los que miraban desde el vapor de ruedas, a tan poca altura sobre el agua y con el sol en los ojos, pareció que se hallaban ya entre los marcianos. Vio que los monstruos se separaban y se levantaban sobre el agua al retroceder ya hacia tierra, y uno de ellos levantó el generador del rayo calórico. Apuntó con él hacia abajo y una nube de vapor se levantó del agua al tocarle al rayo. Seguramente atravesó el casco del destructor como un hierro candente atraviesa un papel. Una llamarada súbita apareció por entre el vapor que se elevaba y el marciano se tambaleó entonces. Un momento más y se desplomaba, elevándose hacia lo alto gran cantidad de agua y de vapor. Resonaron los cañones del Thunder Child disparando uno tras otro, y una bala golpeó en el agua muy cerca del vapor de ruedas, rebotando sobre otros barcos que huían hacia el norte y haciendo añicos una lancha. Pero nadie se fijó mucho en eso. Al ver la caída del marciano, el capitán lanzó gritos inarticulados que fueron repetidos por los pasajeros apiñados a popa. Y luego volvieron a gritar, pues de las nubes blancas de vapor salió algo negro y largo que, aun siendo presa de las llamas, continuaba el ataque. El destructor seguía con vida. Según parece, el mecanismo de la dirección estaba intacto y sus máquinas continuaban en funcionamiento. Se dirigió con derechura hacia el segundo marciano y estaba a menos de 100 metros del gigante cuando volvió a entrar en acción el rayo calórico. Entonces hubo una explosión violenta. Un destello cegador y sus cubiertas y chimeneas saltaron hacia el cielo. El marciano se tambaleó debido a la violencia de la explosión y un momento después, la ruina humeante, que continuaba avanzando con el ímpetu de su paso, le había golpeado, destrozándole como si fuera un muñeco de cartón. Mi hermano lanzó un grito involuntario y enseguida se levantó una nube de humo y vapor que ocultó la escena. —¡Dos!—aulló el capitán. Todos gritaban y los gritos fueron repetidos por los ocupantes de las otras embarcaciones que se alejaban mar adentro. La nube de vapor continuó cerniéndose sobre el agua durante largo rato, ocultando así a los marcianos y a la costa. Y durante todo este tiempo, el vapor se alejaba constantemente del lugar. Cuando, al fin, se aclaró la confusión, se interpuso en la nube negra del gaspo soñoso y ya no se pudo ver ni al tercer marciano ni a los restos del Thunder Child. Pero los otros barcos de guerra estaban ahora muy cerca y avanzaban lentamente hacia tierra. El pequeño barco siguió internándose en el mar y los acorazados se alejaron en dirección a la costa, la cual se hallaba ahora oculta por una nube de vapor y gas negro que se combinaba de la manera más extraña. La flota fugitiva se diseminaba hacia el noreste y varios veleros navegaban entre los buques de guerra y el vapor de ruedas. Al cabo de un tiempo, y antes de llegar a la nube de vapor, los acorazados se desviaron hacia el norte, hicieron otro viraje y se alejaron de nuevo en dirección al sur. La costa se perdió entonces de vista. En ese momento llegó hasta los viajeros el tronar lejano de los cañones. Todos se apiñaron en la borda para mirar hacia el oeste, pero no pudieron ver nada con claridad. Una masa de humo se levantaba para ocultar el sol. El barco siguió avanzando a toda máquina. El sol se hundió entre nubes grises, el cielo fue oscureciéndose y en lo alto comenzó a titilar una estrella solitaria. Reinaba casi por completo la noche cuando el capitán lanzó un grito e indicó hacia lo alto. Mi hermano forzó la vista, de aquella masa gris oscura se alzó algo hacia lo alto y avanzó de manera oblicua y con gran rapidez por entre las nubes. Era algo chato y muy grande que describía una vasta curva, se tornó cada vez más pequeño, se hundió con lentitud y volvió a perderse en el misterio de la noche, y al volar dejó caer una lluvia de tinieblas sobre la tierra.